Todo iba según lo establecido, por el camino marcado.
Un maquinista sin más ritmo que el que le infringía a su caldera. Cada estación, un cigarro; cada comarca, un destino. Mucho humo y pocas nueces…
Invierno casi perenne, frío en el alma, manchurrones en su mono, tiznes de carbón en sus mejillas, manos erosionadas por la edad.
Sus años se contaban por decenas y docenas, por decenas y docenas de pelos blancos. Bigote amarillento por la nicotina encendida, batalla de humos a porfía. Tos que redoblaba en el ambiente mientras lo ahogaba con el relente. Pitos en el pecho, pitos en la chimenea. Dos penachos, una vida perdida.
No había cambio de rumbo, sin temor alguno a extraviar los papeles. No había pérdida. Sigue la vía, raíl infinito por el que deambular a golpe de carbón quemado sin más hábitos que la educación encerrada en esa máquina. Más carbón.
A lo lejos un temor, una bifurcación. Tomar la decisión. No se lo pensó… Le llegó la hora. Eso creyó.
Con valor. Sin freno, sin temor. Saltó al vacío, caminó y lo logró. Atrás dejó la máquina y el carbón. Una nueva vida como horizonte y como horizonte real, la caída del sol. Ilusiones nuevas, a su edad, incluso dejó de fumar. Caminar y caminar…
Los miedos se apoderaban de él, voces se escuchaban en el bosque sombrío, voces que se oían a su paso. Ecos que se perdían al mismo ritmo que las ramas de un árbol chocaban con la de otro árbol.
No sabía qué hacer ni a dónde ir cuando a lo lejos la vio venir. Era su vida. Era su máquina, su chimenea inconfundible y se subió…
Ahora no era él quien dirigía sus designios, era ella quien lo llevó a la siguiente estación.
Hoy ya nadie habla de él, de esa persona cuasi invisible, cabal y frugal, que decidió cambiar y desapareció por las vías del tren y nunca nadie lo vio regresar.
Sin saberlo, toda su vida estuvo por el camino marcado.
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