El estruendo del disparo quebró la noche como un cristal hecho añicos, rasgando el aire como un trueno impío, un silbido letal que se abría paso con precisión cruel, y en un instante eterno, encontró su destino en el pecho de una mujer. Su cuerpo se estremeció, y su aliento quedó atrapado en un susurro roto. El impacto fue más que dolor; más que un golpe seco fue una sentencia escrita en sangre, una flor de dolor que se abrió de golpe, y en su mirada, el tiempo se congeló.
Mientras el carmesí se derramaba lentamente, con lentitud que rozaba la desesperación, como si el mundo se empeñara en saborear cada instante de su agonía. No era solo la carne lo que se quebraba; era su alma la que se deshilachaba, hilvanada con recuerdos y sueños que se desvanecían a cada gota de sangre perdida y su esencia se fue fragmentando, antes intacta y se desmoronaba con cada latido débil, pedazo a pedazo, como un hilo de humo que se desvanece en el aire.
El día comenzaba a apagarse, indiferente testigo, se envolvía en un silencio abrumador, en su último aliento, cuando la oscuridad comenzó a cerrarse a su alrededor, comprendió que el verdadero daño no estaba en la carne perforada, sino en la pérdida inexorable de todo lo que había sido, de todo lo que había amado. Su alma, ahora rota, se deshacía en silencio, susurrando despedidas que nadie podría escuchar.
Mientras, la noche volvía a su cruel y frío mutismo.
Deja una respuesta