
El viejo capitán Everett se sentaba cada tarde en cubierta, con la mirada perdida en el horizonte y la pipa encendida entre los labios. La brisa salada agitaba su barba blanca y despeinaba sus pensamientos, que siempre volvían al mismo puerto: Eleanor.
Habían navegado juntos durante más de cincuenta años, primero como jóvenes amantes en un barco mercante que los llevó a tierras lejanas, luego como esposos en una casita frente al océano donde pasaron sus días más serenos. Pero hacía apenas un mes que ella se había ido, y Everett sentía que una parte de su alma había zarpado con ella, dejando su cuerpo anclado en un mundo de olas calmadas que ya no le pertenecía del todo.
Cada tarde, cuando el sol teñía el cielo de un dorado muy apagado y escarlata, Everett llenaba su pipa con tabaco procedente de puertos visitados y daba profundas caladas, observando cómo el humo se retorcía en el aire antes de disiparse. Y allí, entre las volutas etéreas, la veía. La sombra de Eleanor sonreía desde la humareda, con esos ojos pícaros que nunca habían perdido su brillo.
Cuando miraba al mar, la encontraba en la espuma de las olas que rompían suavemente contra las rocas, en la bruma mañanera que flotaba sobre el agua como un velo de novia. A veces, las nubes tomaban la forma de su silueta, como si el cielo mismo la dibujara para él.
—Sigues aquí, ¿verdad, amor mío? —susurraba, exhalando el humo con la esperanza de que llegara hasta donde estuviera ella.
El viento le respondía con un susurro suave, revolviendo sus cabellos grises. Y él sonreía, convencido de que Eleanor no se había ido del todo. Seguía navegando con él, en cada bocanada de humo, en cada ola que besaba la orilla, en cada puesta de sol que teñía el mundo con los colores de su amor eterno.
