Desde su ventana, contempla el mundo allá fuera, tan cerca y, al mismo tiempo, tan distante.
La noche ha caído hace horas y el pueblo entero parece sumido en una calma irreal, como si el tiempo se hubiera detenido, como si no hubiera caído una gota, como si nada ni Dana hubiera pasado. La tenue luz de las escasas farolas que se mantienen en pie, apenas logran perforar la oscuridad que se adueña de lo que queda de aquellas calles que conocí. Desde aquí, puedo ver los techos caídos, los caminos enfangados y los muros desgastados que guardan ya, recuerdos de esos años de vida pasados y de todas esas voces que se me siguen clavando en el alma y que ya nadie escucha.
Respirando, que no es poco, me pregunto si alguien más nota el abandono que carcome cada rincón, como el silencio desgarrador se apodera de todo. Los viejos se resguardan en lo que queda de sus humildes casas, los niños han dejado de jugar en las plazas, y los perros merodean como sombras, buscando migajas de atención y algo que llevarse a la boca. La vida aquí parece una repetición cansada de lo mismo, el pueblo, lo que queda de él está atrapado en una pesadilla de la que ya nadie va a poder despertar.
Cada tarde de esta maldita semana, cuando la oscuridad nos alcanza y las calles se quedan vacías me siento en el borde de esta ventana, observando el mismo defenestrado paisaje, con la misma sensación de soledad pesándome en el pecho. Me pregunto si alguna vez lograré salir de aquí, si estos muros dejarán de ser los límites de mi mundo; mundo que se ha destruido y que ha destrozado la vida de todos. Tal vez, allá afuera haya algo diferente, algo que rompa con esta monotonía cromática marrón fango.
Mientras permanezco aquí, rescatando a mi pueblo durante el día, llorando a escondidas por todo lo perdido y luego, cuando no hay nada más que hacer, solo puedo observar y pensar, convertida en una sombra más, esperando algún cambio, alguna señal.
Deja una respuesta