
La primera vez que Clara oyó que el universo respondía a quien sabía escuchar, pensó que era una metáfora bonita. Algo de los libros de autoayuda que uno repite sin creer, como quien lanza monedas a una fuente sin esperar milagros.
Pero aquella noche, en medio del insomnio, decidió probar.
Escribió en una hoja: “Universo, si estás ahí, dame una señal. ¿Estoy en el camino correcto?” Luego la dobló en cuatro, la colocó bajo su almohada y, con una mezcla de escepticismo y esperanza, cerró los ojos.
A la mañana siguiente, nada. Ni sueños reveladores, ni palomas blancas, ni canciones en la radio que respondieran sus dudas existenciales. Solo el mismo silencio tibio de siempre.
Pero al salir a la calle, algo cambió. El chofer del colectivo, un hombre con voz grave y sonrisa fácil, le dijo sin motivo:
—A veces, los caminos más difíciles llevan a los mejores destinos.
Clara parpadeó. No respondió. Solo bajó la vista, como si alguien le hubiese leído la nota escondida bajo la almohada.
Durante los días siguientes, decidió jugar el juego en serio. Cada noche escribía una pregunta. Cada mañana abría bien los ojos.
Descubrió que los mensajes no venían con luces de neón ni en sobres firmados por las estrellas. Venían en los libros que caían abiertos en páginas justas, en las palabras de extraños, en una canción que parecía hablarle desde los auriculares, o en una nube con forma de corazón justo cuando dudaba si el amor era real.
Pedirle al universo, entendió, no era cuestión de magia, sino de atención. De afinar la mirada y el alma.
Un día, alguien le preguntó si de verdad creía que el universo le respondía.
Clara sonrió.
—No lo sé. Pero cuando escucho con el corazón, siempre encuentro lo que necesito.

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