
Neuquén, Argentina, 1808
Una rauda bandada de garzas atravesaba el cielo neuquino, engalanando el paisaje que custodiaba el imponente volcán Lanín. A sus faldas, una comunidad indígena denominada mapuches hallaba cobijo. Lejos, aunque nunca del todo, otra tribu mantenía contiendas siendo estas irreconciliablemente enemigas.
Fuera del marco de esa guerra perpetua, dos jóvenes se entregaban cada noche a un secreto imposible. Él, hijo de un cacique; ella, la hija del jefe rival. A la orilla del Lago Lácar, se amaban a escondidas bajo la luna, cómplice eterna de sus encuentros. Nunca se habían visto dos almas tan unidas, tan entregadas, tan destinadas a desafiarlo todo.
Mientras las riñas entre sus pueblos aumentaban, también lo hacía la necesidad de buscarse. Apenas el sol se ocultaba tras el Lanín, ellos emprendían la fuga hacia su amor prohibido.
Una noche oscura, durante el nguillatún, la ceremonia en la que los mapuches pedían prosperidad a los espíritus de los elementos, la tribu de la joven danzaba alrededor del fuego. La machi, que es la sabia y guardiana, vigilaba el rehue (altar) cuando vio escurrirse a la muchacha entre los matorrales de chapel en compañía de un joven extraño. Entonces, un graznido de un chimango, ave que predecía la desgracia, rasgó el aire. La piel de la machi se erizó; corrió a avisar al cacique, padre de la muchacha.
Mientras tanto, los dos jóvenes, ajenos al peligro, se amaban sin remordimientos bajo el firmamento.
—¿Me amas, Ñgiole? —susurró él, tembloroso.
—Te amo, Saude —respondió ella.
—¿Morirías por mí?
—Moriría por ti.
El cacique, informado por la machi, detuvo la ceremonia. Tras encomendarse al dios del fuego, ordenó la persecución. El graznido del chimango volvió a sonar, más fúnebre que antes.
Al alba, los encontraron dormidos, abrazados en la arena. El cacique levantó su cetro y gritó con furia. Despertaron avergonzados, pero fueron apresados y, ante toda la tribu, condenados a muerte.
—¡Padre! —imploró la joven, bañada en lágrimas.
— ¡Ten piedad!
El cacique dio media vuelta. Su corazón se quebraba, pero la sentencia era inapelable. Atados a un árbol, los amantes se miraron por última vez.
—No tengas miedo —susurró él—. Mi corazón está contigo hasta el último latido.
—Piwkeyeyu… —dijo ella—. También te amo.
Y así, en plena luz, lanzas y machetes cayeron sobre ellos, segando dos vidas inocentes.
Horas después, una tormenta oscura y gélida se desató sobre el lugar, como si el cielo llorara la injusticia. La noticia llegó a la tribu enemiga: el heredero había muerto. Entre lamentos, nadie osó salir.
Al día siguiente, el sol brillaba como si nada hubiese ocurrido. Pero en el sitio del sacrificio, brotaron flores desconocidas, de pétalos anaranjados, que se enredaban entre los árboles como dos cuerpos que se abrazan.
—¡Quiñilhue! —exclamaron los primeros en verlas.
Desde entonces, la flor, llamada después mutisia por los blancos, recuerda la unión interrumpida por la crueldad.
La maldición, sin embargo, también nació aquella mañana. El machi de la tribu enemiga maldijo al cacique que había condenado a su hijo, asegurando que en su linaje el amor siempre acabaría en tragedia, justo cuando alcanzara su plenitud.
El cacique lloró, consumido por la vergüenza y el remordimiento. Pero en el país del cielo, amparados por el Futa Chao, quien es su dios padre grande creador y protector; las almas de los jóvenes siguieron amándose para siempre, como la flor que lleva en sus pétalos el recuerdo de su destino.
