
¿No te da miedo, como padre, madre o familiar, pensar que algo negativo pueda ocurrirle a los más pequeños de la familia?¿Que sufran, que alguien les hable mal, que se rían de ellos o, simplemente, que tengan que enfrentarse a lo desconocido? Esa sensación de indefensión es más común de lo que parece. Vivimos en un mundo en el que no siempre podemos saber lo que pasa dentro del aula, ni mucho menos en las redes sociales. No podemos estar en todo momento con nuestros hijos para detectar si están atravesando una situación difícil. Esa incertidumbre, para muchos padres y madres, puede ser angustiante.
Quizás esta sea la raíz de una de las preocupaciones más profundas de cualquier cuidador: saber que el mundo es una selva, y que, tarde o temprano, sus hijos tendrán que aprender a sobrevivir en ella. Pero aquí viene la pregunta que incomoda: ¿Estamos preparando a los niños para convivir en esa selva o estamos permitiendo que dicha selva crezca desordenada, hostil y deshumanizada?
La deshumanización empieza en lo cotidiano y, voy a explicarte por qué. Piensa en un día cualquiera: por la mañana trabajas sin parar, encadenando tareas y reuniones. Llega la tarde y aprovechas para organizar pendientes. Vas al supermercado y un cliente responde de mala manera a la persona que atiende porque no sabe indicarle dónde está un producto. Después, al echar gasolina, ves a gente que paga sin mirar al cajero, sin saludar ni dar las gracias. Más tarde, llegas al gimnasio para liberar tensiones y sentirte mejor. Allí observas personas en la cinta mirando series, otras grabándose frente al espejo para redes sociales, y varias con los auriculares puestos, quizás escuchando música o un podcast sobre cómo “reconectar contigo mismo”.

Cuando llegas a casa y repasas el día, piensas en todas esas interacciones. ¿Tendrán familia? ¿Hijos o hijas que los observan y aprenden de ellos? ¿Referentes a quienes imitar? Y ahí, por un instante, pierdes un poco de esperanza: porque caes en la cuenta de que los niños de hoy tendrán que crecer en una sociedad que parece cada vez más deshumanizada.
Y aquí está lo más importante: la deshumanización no empieza en el patio del colegio; empieza en casa, en la forma en que tratamos a otros, en cómo resolvemos conflictos, en el respeto —o la falta de él— hacia quienes nos rodean.
El bullying y acoso, va más allá de agresores y víctimas. Cuando se habla de ello, el discurso suele centrarse en estos dos elementos. Pero esta mirada es incompleta. El bullying es un problema estructural. No solo es la acción de un niño o niña que agrede a otro sino la consecuencia de un sistema que tolera, perpetúa o incluso refuerza dinámicas de violencia, exclusión y humillación. Un entorno escolar deshumanizado, donde las emociones no se nombran, donde el respeto no se practica, donde la empatía no se enseña, aumenta el riesgo de que el bullying aparezca y se mantenga en el tiempo.
Cuando un niño o niña es expuesto a maltrato, ya sea físico, verbal o psicológico, no solo cambia su conducta: cambian también las conexiones de su cerebro. Estudios en neurociencia han demostrado que el estrés tóxico puede alterar el desarrollo de áreas como la amígdala, el hipocampo y la corteza prefrontal, afectando la regulación emocional, la memoria y la capacidad de tomar decisiones. Esto significa que las experiencias de acoso dejan huellas que pueden acompañar a la persona por años, afectando su autoestima, sus relaciones y su manera de entender el mundo. De ahí mi incansable lucha por no perpetuar el mayor estigma al rededor del bullying: “son cosas de niños”, te recuerdo que no.
Si queremos reducir el acoso, no basta con castigar al agresor o apoyar a la víctima después del daño. Necesitamos transformar el entorno. Necesitamos educar en la empatía, en el respeto y en la resolución pacífica de conflictos desde edades tempranas. Padres, madres, docentes y sociedad en general tenemos la responsabilidad de humanizar los espacios donde los niños crecen, modelar lo que significa pedir perdón, agradecer, escuchar y respetar al otro.
Crear aulas donde las emociones se nombren, donde las diferencias se valoren y donde el humor no se use como arma para ridiculizar. Porque el bullying no es un problema aislado: es el reflejo de la cultura que estamos construyendo juntos y, si no empezamos a transformarla, seguiremos enviando a los niños a una selva cada vez más hostil.

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