Luis Sanz Irles, es un erudito de la literatura y un auténtico hombre de mundo —ha vivido en Ámsterdam y en Venecia, entre otros lugares.
Es columnista, escritor y traductor.
Escribe en medios como The Objective y Málaga hoy.
Entre sus publicaciones literarias hay tres novelas (Una callada sombra, Tulipanes y delirios y Leontiel), una recopilación de artículos de narrativa y crítica literaria,
Texto sentido, y una traducción de La tierra baldía de Eliot.
Leer por la noche, en la cama, tiene parte de costumbre y parte de mito. En la primera parte de La tierra baldía, T. S. Eliot alude a ello:
I read, much of the night, and go south in the winter.
Eliot, avieso, no aclara si esa lectura nocturna se da, además, en la cama, lo que constituye una categoría aparte de lectura. Hay una lectura diurna, una nocturna y una encamada.
Leer en la cama, leer de verdad, tiene dos requisitos esenciales: estar solo y no ser viejo.
El segundo tiene una explicación breve: el viejo sucumbe al sueño a los pocos minutos, minutos que, además, son una tortura, una lucha despiadada por mantener los ojos abiertos, leyendo una y otra y otra vez el mismo párrafo y después la misma línea y finalmente la misma palabra, antes de que el libro se caiga de las manos y de que un humillante hilo de baba se despeñe por la barbilla y humedezca el embozo de la sábana.
El primer requisito, por su parte, es de naturaleza casi moral: de un joven, macho o hembra, se espera que en la cama cumpla con el débito, ya conyugal, ya concubinal, y eso no suele compadecerse con la lectura. No se puede esperar que la pareja aguarde resignadamente a que uno termine el capítulo de La hermana San Sulpicio (¡sí, qué pasa!) para practicar la equitación. Estaría feo. Si uno es varón ―y salvo que esté en las primeras dos semanas de una relación― también debe contener el fortísimo y natural impulso de desentenderse de la refriega y ponerse a leer nada más acabar el toma y daca. Es el momento de los arrullos, de la comunicación entre las pieles, de fortalecer la relación de pareja, de anudar las almas tras haber anudado los cuerpos. Hay que someterse a ese ritual del empalago, y si no es de buen grado, que no se note. Más le vale a uno. Darse media vuelta y ponerse a leer sería una falta de sensibilidad casi delictuosa y de todo punto imperdonable. Me dicen que los consejeros matrimoniales tienen muy en cuenta esta actitud, ante la que mueven gravemente la cabeza con descorazonada desaprobación.
Si se cumplen estos dos requisitos, también es conveniente, para que la lectura encamada se convierta en grato y fructífero hábito, disponer de una buena mesa camilla. Desde ella, los libros nos contemplan con reprobación ante nuestro abandono. Algunos lectores, ordenados, disciplinados, pulcros, solo tienen en la mesilla de noche un libro, uno nada más: el que están leyendo por las noches. (Llevarse a la cama un libro que se esté leyendo durante el día no está bien. La lectura diurna y la encamada no deben ser vasos comunicantes, no deben contaminarse recíprocamente; deben permanecer separadas. Cuestión de estilo).
Yo tengo una buena mesilla de noche y una buena lámpara, pero esta última ya no la uso, porque mis ojos requieren ahora que haya una luz blanca convenientemente concentrada sobre la página del libro, como un foco. Por eso he adoptado una de esas linternitas LED que se atan a la frente con una goma o una correa con velcro. Soy consciente de que parezco, ridículamente, un minero o un gilipollas, tout court, pero lo asumo con gallardía. (No me gustó la imagen, vejatoria, de «luciérnaga peluda», que alguien dejó caer un día al verme de tal guisa).
Me gusta leer en la cama, aunque la edad va reduciendo el tiempo que puedo dedicarle a esa lectura, que vivo como un pequeño premio a las fatiguitas del día. En la mesilla, hoy mismo, hay dos pilas de libros: la pila de la vergüenza y la pila de la redención.
En la primera están Los Europeos, de Orlando Figes, un historiador especializado en Rusia dotado de un soberbio pulso narrativo; La puerta, novela de la húngara Magda Szabó; Contes cruels, de Villiers de l’Isle-Adam; El fruto de la nada, del Maestro Eckhart, una fascinante teología nihilista a la que le hincaré el diente ―yo, un descreído― ya muy pronto; de Rilke están ahí, para mi oprobio, las Elegías de Duino; también he visto (los acabo de mirar) el Journal, de André Gide, dos gruesos tomos de diarios que cada vez me apetecen menos y que tendré que retirarlos de ahí enseguida, para escapar a su acusatoria mirada.
Varios de estos libros están empezados, pero no terminados, lo que convierte su presencia en más intimidatoria.
En la segunda pila están los libros que estoy leyendo activamente estos días. Esta vez son monotemáticos: tres poemarios de Ted Hughes (River, Moortown Diary y Remains of Elmet), porque ando atareado con la traducción de algunas de sus obras. En total hay diez libros en la mesilla. No está mal; ha llegado a haber más del doble.
Pero no he de terminar sin hacerle una confesión. De todas mis lecturas encamadas, ninguna, nunca, me ha dado tanto placer como la de los libros de Tintín que leía con voracidad entre los diez y los doce años.
¡Aquello era el gozo de leer!
Lo que ha venido después, un pobre sucedáneo.