Ese instante eterno que va desde el inicio hasta el final, ese efímero paso del tiempo que transcurre entre la desesperación, la impaciencia, la ilusión y el pánico.
No importa el motivo ni el lugar, cuando aparece no hay botón de emergencia que permita que se apague. No está programado para ello, su función es otra, sus consecuencias conocidas y su tiempo incontrolado por nosotros mismos.
Sudores, agitación corporal, mal humor e irritabilidad. Nerviosismo que se contagia, movimientos que alteran el entorno. Estrés y prisas en un mismo cóctel, sin hielo ni aderezos.
Resulta que no estamos preparados para esperar, necesitamos las cosas aquí, ya y ahora. Se ha perdido el encanto del trayecto, del camino en solitario o acompañado en equipo. La tensión generosa del ¿qué pasará? ha dado paso al ¿qué pasó? y a veces ni eso. No interesa nada más que el final.
Necesitamos que cuando algo pueda ocurrir, ocurra. Si nos tienen que llamar que nos llamen, aunque la llamada lleve una carga negativa. Queremos la inmediatez, el momento. Y con eso dejamos de vivir la inmediatez y el momento. Estamos pensando en el futuro mientras estamos en el presente, ya pasado.
Hay esperas largas y que nos gustaría que fuesen más cortas, pero mientras esperamos, pasa la vida, pasan los momentos que, aunque no esperemos, esperamos hasta la espera final.
Y al final, aunque no esperemos, nada nos acabará esperando.
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