Decididamente estaba loca y me aventuré. Recibí un mensaje privado de un teléfono desconocido que decía: “quisiera sorprenderte, ¿me dejas?”. A continuación una ubicación.
Sin creerlo dejé escapar una leve sonrisa. Pero, ¿por qué estaba reaccionando de esa forma? Era absurdo, un auténtico disparate. Alguien que no conocía se dirigía a mí y sin saber por qué, quería que nos viésemos justo en ese lugar. Me dejé llevar por mis impulsos, sé que me precipité, cerré los ojos y quise acudir sin más.
Hice caso omiso a mi conciencia, la misma que se posa en mi hombro, que me escolta y custodia. La tentación le subestimó y ganó, dejando al libre albedrío mi debilidad, ilusa.
Así que, comencé a caminar algo contradictoria, temerosa pero a la vez decidida. Las calles de Sevilla aún se recuperaban de su Semana Grande. Los balcones aún engalanados de grana y oro, junto alguna que otra palma ya algo marchita, prueba concluyente de siete días de pasión en la ciudad. La cera impregnada en el suelo derrochaba aires de nostalgia pues tocaba esperar de nuevo un año, para volver a volver.
El aroma a incienso era embriagador, algo me decía que andaba cerca la calle Córdoba de donde emanaba. Me dejé llevar por su esencia, su encanto, respiré profundo sin darme apenas cuenta que había llegado a mi destino, perdida como de costumbre en mis pensamientos.
La señal por momentos se perdía, sé que estaba a escasos metros pero no me ubicaba. Miré a mi alrededor y no observé nada significativo. Nadie me esperaba, ahí, de incógnito. Todos iban acelerados, a sus destinos, a sus menesteres, absoluta normalidad.
Fue entonces cuando recibí nuevas instrucciones, ¿me vigilaba quizás? Mi cabezonería unida a este sinsentido me hizo continuar y leí atenta otro inesperado mensaje, sin más preámbulos.
“Justo al lado del puesto callejero de inciensos hay una puerta de madera muy singular, la encontrarás entreabierta, calma, confía en mí, debes cruzarla. Hallarás un estrecho pasillo de piedras, cual pasaje, que desembocará en nuestro lugar de encuentro, no temas, adelante.” Y así lo hice.
Esta vez el miedo se apoderó de mi, estaba algo oscuro, una bocanada de frescor recorrió mi piel por momentos, fueron segundos. Entonces me adentré en una plaza simplemente preciosa, recogida y tranquila. Arcos y columnas la embellecían, de naranjos salpicada, con una fuente central de mármol y lindas escalinatas en derredor. Era algo inimaginable, todo un enclave escondido entre tanta callejuela.
Una voz conocida me susurró al oído: “Patio de los Naranjos del Salvador, un lugar mágico que purifica, no podías perdértelo, no me lo perdonarías.”
Tras una riña de enamorados, por tentar al atrevimiento, se fundieron en un tierno abrazo. Fue entonces cuando El Amor, portentoso crucificado, recibió una ineludible visita.
Deja una respuesta