Sus andares con premura la delataban. No podía evitarlo. A pesar de tener cuadriculada su rutina siempre existía ese pellizquito de, simplemente, no llegar. Verdaderamente, nadie le esperaba, a nadie rendía cuentas, valoraba esa disciplina y compromiso para con ella misma.
Las calles adoquinadas castigaban al equipo, el altavoz portátil ya estaba hecho a ello, dando siempre la talla, a la altura, con esa calidad de sonido que marcaba los tiempos allanando el camino. Su preciado maletín plegable, un cuadrado de madera de pocos centímetros era su particular escenario, el mismo que portaba con sumo decoro.
Esta vez, los Jardines de Cristina fue el lugar elegido. Totalmente céntrico para dar comienzo un paseo por Sevilla, donde captar transeúntes y turistas con ganas de deleitarse con un humilde espectáculo.
Estudió el lugar exacto donde colocarse. Un árbol centenario le transmitiría buenas vibraciones. La luz tenue de una farola ilustraría su actuación. Un banco a pie de calle haría las veces de camerino. Entonces, dio comienzo el retoque de su maquillaje aprovechando esos últimos rayos de sol. Un rabillo y sombras de color azul realzaban sus ojos, un tono borgoña, sus labios. El recogido con un bajo moño facilitaba la colocación de las flores, bien centradas, con gracia, ayudándose con varias horquillas. Esta vez eligió unos aros como pendientes, hoy sobraban pulseras y collar.
Sobre un mono negro ajustado, colocó su traje de flamenca, ligero, de vuelo fácil, donde los volantes gozarían de libertad de movimiento. Un mantón de manila bordado, de enrejado y flecado sublimes, luciría con arte y poderío. Calzó sus rojos tacones e hizo sonar sus castañuelas, a modo de precalentamiento.
Lentamente, se dirigió al equipo de música y cual rumba flamenca hipnótica, sonó “Entre dos aguas”. El gentío, no dudó, acercándose para contemplar qué se cocía en aquel entrañable rincón. Es entonces, cuando ella brinda a los allí presentes su arte y su sentir. Alza poco a poco sus brazos al compás de la guitarra, el duende del flamenco se apodera de ella y baila como nadie, compás, giros, jaleo, palmas, interpretando distintos palos, que intercala con un taconeo apoteósico, arrancando un aplauso digno de toda una estrella.
Un pañuelo de lunares dispuesto en el suelo se colma de monedas, esas que premian la ilusión, el trabajo o quizás una forma de entender la vida. Tomó un merecido descanso, sentada en su camerino sin apenas dar tregua, pues un nuevo espectáculo daría comienzo en breve…
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