En un rincón solitario del mundo, un hombre se encontraba sentado al borde de un acantilado, con los pies medio colgando, contemplando el abismo que se extendía ante él.
En el cielo, el sol comenzaba a ponerse, tiñendo el horizonte con los tonos profundos del crepúsculo. Era el momento perfecto para reflexionar sobre los grandes misterios de la dualidad vida y muerte, sobre el eterno retorno de todas las cosas.
La vida, pensaba el individuo, es un constante devenir, un flujo interminable de experiencias, alegrías, y sufrimientos”.
Nietzsche dijo que “debemos amar la vida en su totalidad, abrazarla con todo lo que nos ofrece: lo bueno y lo malo, lo placentero y lo doloroso. El verdadero desafío es vivir de tal manera que uno quisiera repetir la misma vida una y otra vez, sin cambiar un solo instante”.
Sin embargo, la sombra de la muerte siempre se cierne sobre este escenario de existencia. “¿Qué es la muerte sino la culminación de la vida misma?”, se preguntaba.
Para Nietzsche, la muerte no era algo a temer, sino una fuerza liberadora, la transición natural de ese camino por el que danzamos llamado de vida. Si uno ha vivido plenamente, entonces la muerte se convierte en una conclusión digna, un cierre que no requiere lamentos ni arrepentimientos.
El hombre sabía que muchos todos a la muerte porque veían en ella el final de todo lo conocido, lo vivido, la oscuridad eterna, perpetua. Pero Nietzsche en sus escritos nos enseñó que temer a la muerte era rechazar la vida misma, porque vida y muerte son partes del mismo ciclo eterno. «La verdadera cuestión», reflexionaba el hombre, «no es cómo morir, sino cómo vivir de tal manera que, cuando la muerte llegue, lo haga sin miedo ni pesar».
Al recordar las palabras del filósofo, el hombre se sintió invadido por un extraño consuelo. Comprendió que la muerte era una parte inevitable del ciclo del eterno retorno. Cada momento vivido, cada decisión tomada, era una pieza de un rompecabezas eterno que se repetía incesantemente. Y así, si la vida debía repetirse una y otra vez, ¿qué sentido tenía temer a su final? En lugar de eso, uno debería aspirar a vivir con una intensidad que hiciera de cada instante un momento digno de eternidad, lo que concordaba a la perfección con esos años donde decidió vivir en la calle, a su aire, sin pedir nada salvo unas monedas para vino.
Tras estas reflexiones, el hombre sonrió. Se levantó del borde del acantilado, sintiendo en su interior una paz que no había conocido antes.
La luz del sol se desvanecía, pero él, en su interior, encontró una luz que no se apagaba.
No diré que ese hombre era yo…
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