En la encrucijada de nuestros tiempos, donde la política se ha convertido en un espectáculo de sombras y apariencias, más apariencias que sombras y más sobras que apariencias, los políticos se erigen como actores protagonistas en una tragedia cuya trama parece girar, no en torno al bienestar del pueblo, sino a la perpetuación de sus propias figuras en el poder.
El Congreso, custodiado por la fiereza sevillana en forma de leones, antaño espacio de debate noble y búsqueda de lo justo, se ha transformado en un escenario donde la retórica se confunde con la verdad y donde las promesas son máscaras tras las cuales se ocultan intereses personales y ambiciones desmedidas. Tal vez siempre lo fueron y no nos atrevíamos a opinar.
Los políticos modernos, en su mayoría, parecen haber olvidado la esencia de la virtud cívica que alguna vez fue el motor de la buena gobernanza. Hoy, muchos no son más que marionetas movidas por los hilos de intereses privados, ajenos al dolor y la desesperación que habita en los rincones más oscuros de la sociedad a la que deberían servir. El ejercicio del poder se ha tornado en un juego de vanidades, donde cada movimiento busca más el aplauso que el bien común. La política, maldita política, más que el arte de gobernar, se ha convertido en el arte de la persuasión sin contenido, de la promesa vacía, de la imagen sin sustancia.
Y en medio de este espectáculo, la sociedad, maldita también ella, se encuentra dividida, confundida sin confusión, con sus firmes ideales aunque atrapada en una espiral de desencanto. Los ciudadanos observan con escepticismo, cuando no con abierto cinismo, a quienes ostentan el poder. La creciente brecha entre gobernantes y gobernados ha generado un clima de polarización y descontento, donde la apatía rivaliza con la rabia, y donde el voto, en lugar de ser una expresión de esperanza, se ha convertido en un acto de resignación o protesta.
La sociedad actual, vulgar, plana, sin criterio, se encuentra fragmentada y sometida a un constante bombardeo de información manipulada enfrentándose a la paradoja de que posee más herramientas que nunca para cuestionar la realidad que la rodea. Maldita prensa comprada, malditos periodistas manipuladores donde el dinero es el que escribe la noticia.
Horizonte maldito, maldito horizonte donde todo está comprado. Todo, menos los carros de la compra, los alquileres e hipotecas y la educación de tus hijos.