
Enfrascado en sumirse en viejos relicarios y otras dimensiones que tocan el rompecabezas que construye, entre lapsos y lapsus cuando el lapislázuli de sus ojos bailan entre sus pertenencias; la celda que prestara a su encierro a expensas como el monaguillo que había sido, desata las feromonas que ya no percibe como suyas sino como las de un intruso dislocado. Piensa, retiene y piensa; se golpea la cabeza con sus manos porque allí, donde una vez durmiera con distendida y disfrazada lujuria fue la que lo condenó a maniobrar el arropo de un lucero en el cielo.
Eleva su rostro al Cristo crucificado y se persigna. Le cuesta articular esa vez en su propia procedencia el clamor del aroma a higo y manzanas que le suelen dar como postre para contentarlo. Pero las maniobras de sus pasos permanecen entre sus manazas conforme retoca con los recuerdos, otros tantos extraviados; mañana tienen intenciones que parta a una misión junto al cardenal Inocencio; el cardenal que le tiene estima y por el que está allí de una pieza.
El imberbe Inocencio que lo conoció muy jovencito y el que lo llevó a una perdición temprana, desistió de las viejas riñas y marañas y lo crió como a un hermano tras haberlo convertido en arma. No hay más que hermandad entre el que fuera objeto de deseos y el mayor secretario del anterior que fuera decapitado por su imprudencia.
Inocencio recita una oración para ennoblecerlo y le hace recapacitar tras su derramar de lágrimas; ¿por quién derraman lágrimas si no es por los pecadores a quién no pudieron salvaguardar? No se preocupa más por lo que dicen, por la angustia que se desata en el vigilante que abraza al cardenal milagroso.
«Mañana marchamos; guarda las lágrimas para quiénes lo merezcan porque ese que blasfemó contra ti no merece más que un perdón que debe culminar gozoso».
El vigilante le escucha con anhelo de recibir el ángelus en ese momento de calma y obediencia; el momento en que besa el dorso de la mano justo en el instante en que pacta el silencio entre ellos con una caricia a sus mejillas; esas por las que otros sonrojos arroparon la piel que se calienta de forma noble por la abundancia del saber del cardenal, que le dice como se le da confianza a un niño.
«Te amo, hermano mío, y por eso prefiero que encuentres el júbilo y la redención de manos de Nuestro Señor, ese que espero oigas cada que piensas en el rosario que recitaste junto a nosotros en otra vida; como santo».
Él a la escucha frunce el ceño con endiosada angustia y peca de noble entre tanta pulcritud.
«Olvida, recapacita. Mañana habrá oportunidades. Reza por nosotros, por Ti. Tú que estás sentado a la diestra de Dios padre».

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