
Hay un deseo animal que recorre su sangre cada vez que piensa en ella. Un veneno agridulce, que despierta y atormenta a partes iguales, mientras avanza con paso seguro y prisa hasta su oficina. Ya no es hombre. Es bestia. Cegado por una lujuria desenfrenada, apenas siente la textura de su mano en la perilla de la puerta. No toca. Se entrega.
Entonces, la ve.
No es solo una mujer más. Es la pulsión que lo desarma, la sombra que no puede ignorar, aunque lo intente. Sus pensamientos se enredan en esa imagen imposible de olvidar, la falda que sube apenas cruza las piernas, dejando al descubierto un muslo que desafía toda lógica. Los lunares cerca de sus labios, pequeñas tintas que su imaginación recorre con la lengua, explorando territorios prohibidos. El gesto lento, seductor, con la punta del bolígrafo rozando sus labios, un juego que lo derrite desde dentro.
Entra en la oficina con el ceño fruncido, la furia y el deseo danzando en su pecho como bestia enfrentada. Sin pensar, sus manos barren la mesa, enviando papeles, bolígrafos y la taza de café al suelo con un estruendo seco. El caos externo, espejo del incendio interno.
Sus ojos, oscuros y ardientes, la buscan con hambre contenida. Ella se levanta de la silla, labios entreabiertos, respiración agitada, como si siempre hubiera esperado este instante. No hace falta palabra; sus cuerpos hablan.
Se acerca despacio, cada movimiento una invitación. Él la toma por la cintura, la levanta con delicadeza mientras sus labios se encuentran en un beso que arde y consume. Un beso que desdibuja el tiempo y duele en la separación. Un olor que ahora es más que perceptible. Embriagante, envolvente. Una fragancia única con esencia de ambos. La falda cede sin resistencia, dejando al descubierto la piel que desea devorar.
El mundo desaparece. Solo quedan ellos dos, atrapados en la urgencia de un amor prohibido, salvaje, necesario.
Pero la realidad golpea. Él está oculto tras la ventana de su oficina, un voyeur atrapado en su propia lujuria. Sus dedos se mueven sin control, arriba y abajo, dibujando un tacto imaginario, como un secreto desesperado. Esa hambre carnal que lo consume y lo llama al abismo donde culpa y deseo se confunden.
Es humano. Demasiado humano. Tiene una vida que no puede abandonar. Una esposa, hijos, una familia que lo sostiene, que lo ama y que necesita de él. Esa vida perfecta, ordenada, que todos admiran.
La lucha es feroz. Amor y deber. Deseo y responsabilidad. Quiere apagar esa llama que quema su conciencia, pero cada vez es más fuerte, más verdadera, más imposible.
Se maldice por sentir lo que siente, por querer lo prohibido, por ese sueño que ningún compromiso puede extinguir. Es un hombre dividido, que ama y anhela, atrapado entre dos mundos. Una fantasía visceral.
Y mientras sus dedos mantienen ese ritmo clandestino, sabe que está condenado a convivir con ese fuego interno, con esa contradicción humana, dolorosa y real de la que nadie habla, pero al menos una vez en la vida se siente.
