
Había una vez un niño llamado Bruno, que tenía un secreto que nadie más conocía: cuando reía muy fuerte, los animales a su alrededor empezaban a hacer cosas insólitas. No era magia de brujas ni de varitas, era la risa pura de Bruno la que agitaba el mundo como un viento juguetón.
Aquel día, Bruno salió corriendo al patio con los pies descalzos y el pelo revuelto, dispuesto a inventarse un juego nuevo. Dio una vuelta sobre sí mismo, estiró los brazos como si fueran alas y lanzó una carcajada que hizo eco entre los muros.
De pronto, la cabra del vecino, que siempre tenía cara de preocupación, empezó a trepar por un poste altísimo como si fuera una escaladora profesional. Detrás de ella, un perro peludo, sorprendido y obediente, se colgaba con las patas como si los postes fueran ramas de un árbol invisible.
Bruno los miraba con los ojos redondos de emoción.
—¡Más arriba, más arriba! —gritaba, mientras se balanceaba con sus brazos abiertos, como si también pudiera volar.
La cabra, nerviosa, soltó un balido que parecía un “¡ay, ay, ay!” y el perro movía la cola intentando no caerse.
Bruno se partía de risa. Su risa llenaba el aire de burbujas invisibles que empujaban a los animales hacia el cielo.
Pero pronto se dio cuenta de que ellos no sabían cómo bajar. La cabra lo miraba con ojos desorbitados y el perro gemía en silencio. Bruno entonces frunció el ceño y pensó muy fuerte: “Si mi risa los sube, ¿qué podrá hacer mi silencio?”
Así que respiró hondo, cerró los ojos y guardó su risa en un bolsillo imaginario. Poco a poco, el aire dejó de bailar y los animales descendieron suavemente, como hojas que caen en otoño.
Cuando por fin estuvieron de nuevo en el suelo, la cabra le dio un cabezazo cariñoso y el perro se tumbó sobre sus pies, como si le agradecieran la aventura.
Bruno los acarició y susurró:
—No se preocupen, mañana reiremos otra vez, pero aprenderemos también a bajar.
Esa noche, mientras se metía en la cama, Bruno se prometió algo: su risa no sería un secreto triste ni un peligro, sino una herramienta para descubrir que el mundo está lleno de juegos imposibles.
Y desde entonces, cuando los mayores lo regañaban por reír demasiado fuerte, Bruno sonreía para sí mismo y pensaba: “Si supieran que mi risa hace trepar a las cabras hasta el cielo…”
Moraleja: La risa puede ser tan poderosa que transforma el mundo, pero siempre hay que aprender a usarla con cuidado. Porque la alegría es un regalo, y los regalos son más hermosos cuando sabemos compartirlos con responsabilidad.
