
Hay balcones que no son de hierro ni de ladrillo, sino de memoria. En ellos cabe la infancia entera y la voz pausada de los abuelos. El nuestro tenía persiana verde que se enrollaba con un rumor de verano, un macetón de geranios que nunca se rendía y la bombona de butano que parecía esperar, paciente, como un testigo silencioso del tiempo.
En aquel balcón colgaba también una jaula con un canario que cantaba al alba. Su canto, sencillo y luminoso, era la banda sonora de los días sin prisa, cuando el reloj no apretaba y la vida se miraba desde arriba, con serenidad.
Ese balcón era mucho más que un espacio abierto a la calle. Era un mirador de costumbres, un escenario cotidiano donde se tejía la identidad de la casa. Allí se tendía la ropa, se regaban las macetas, se saludaba al vecino y se aprendía, sin saberlo, el valor de lo sencillo.
Hoy, cuando tantos balcones se uniforman y pierden alma bajo fachadas impersonales, conviene recordar aquel de persiana verde. Porque en su modestia nos enseñó lo esencial: que la belleza está en lo vivido, que la memoria se guarda en los objetos humildes, y que un balcón de abuelos puede ser, sin quererlo, patrimonio íntimo de toda una vida.
Ese balcón, humilde y eterno, fue un pequeño mirador de vida. Y en su memoria late, todavía, la Sevilla verdadera.

Deja una respuesta