
En un río escondido, tan claro que parecía un espejo, nació una niña muy especial. No tenía piel ni cabello como los demás, sino que estaba hecha de agua transparente y brillante. Su nombre era Lía, y cada vez que reía, salpicaban burbujas que sonaban como campanitas.
Lía vivía tranquila en el río, jugando con los peces plateados y las ranas cantoras. Le encantaba formar remolinos con sus manos líquidas y dibujar olas que bailaban al ritmo del viento.
Pero Lía tenía un secreto: soñaba con conocer el mundo más allá del agua.
—Quiero ver las montañas, los árboles y el cielo de cerca —decía mirando hacia arriba, donde los rayos del sol entraban como flechas doradas.
Los peces la miraban sorprendidos.
—¡Pero tú eres de agua! —decían—. ¿Cómo vas a salir del río sin secarte?
Lía sonreía con valentía.
—Ya encontraré la forma.
El encuentro con el viento
Un día, mientras Lía jugaba a hacer burbujas gigantes, apareció un amigo inesperado: el viento. Se presentó soplando fuerte y levantando olas que parecían montañas en miniatura.
—¡Hola, niña de agua! —silbó el viento—. ¿Quieres conocer el mundo? Yo puedo ayudarte a viajar.
Los ojos líquidos de Lía brillaron de emoción.
—¡Claro que sí!
El viento la envolvió suavemente y, con un silbido juguetón, la elevó por los aires. Lía gritaba feliz, dejando un rastro de gotas brillantes que caían como lluvia sobre el bosque.
El bosque de espejos verdes
El viento la dejó caer suavemente en medio de un bosque lleno de árboles enormes. Las hojas eran tan brillantes que parecían espejos verdes.
Lía se acercó a un árbol curioso y lo acarició con su mano de agua.
—¡Qué suave eres! —dijo.
El árbol respondió con voz grave:
—Y tú, niña, eres fresca como la lluvia. ¿Quieres quedarte aquí y darme de beber en los días de sol?
Lía pensó que sería lindo, pero todavía quería seguir explorando.
—Gracias, árbol, pero mi viaje apenas empieza.
El viento volvió a soplar y la llevó más lejos.
El pueblo de fuego
Tras un largo vuelo, llegaron a un pueblo extraño donde las casas parecían estar hechas de chispas y las chimeneas echaban llamas de colores. Allí vivían los Niños de Fuego, que corrían sin quemarse y jugaban a encender estrellas diminutas en el aire.
Cuando vieron a Lía, todos se apartaron sorprendidos.
—¡Una niña de agua! —exclamaron—. ¡Si te quedas, podrías apagarnos!
Lía bajó la cabeza, entristecida.
—Yo no quiero apagar a nadie. Solo quiero conocer el mundo.
Entonces, el más pequeño de los Niños de Fuego se acercó.
—No tengas miedo. Yo puedo jugar contigo si aprendemos a estar cerca sin hacernos daño.
Y así, él lanzó una chispa al cielo y Lía respondió con una gota. Al juntarse, la chispa y la gota formaron un arcoíris brillante que dejó a todos boquiabiertos.
Desde ese día, Lía aprendió que el agua y el fuego podían ser amigos si se respetaban.
El regreso al río
Después de tantas aventuras, Lía sintió nostalgia de su río. El viento, que siempre la acompañaba, la llevó de vuelta hasta su hogar.
Los peces y las ranas saltaron de alegría al verla regresar.
—¡Pensábamos que te habías evaporado! —dijo una rana con un gran croac.
Lía rió, lanzando burbujas felices.
—He visto montañas, bosques y hasta pueblos de fuego. El mundo es enorme y maravilloso… pero este río siempre será mi casa.
La lección de Lía
Desde aquel día, Lía siguió siendo la niña de agua del río, pero ya no era la misma. Cada vez que alguien se acercaba a beber de sus aguas, ella les contaba historias de sus viajes: del árbol que quería que se quedara, de los Niños de Fuego y del arcoíris que habían creado juntos.
Y todos aprendieron que aunque uno sea diferente —hecho de agua, de fuego o de viento—, siempre puede encontrar un lugar en el mundo y amigos en cada rincón.
Y así, el agua nunca dejó de contar historias, porque Lía, la niña de agua, llevaba el mundo entero dentro de sus gotas.

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