
El capitán despertó con la templanza de quien se sabe responsable de muchas almas. No sabía si había sido el vaivén del mar o el golpe de sus propios latidos lo que lo arrancó del sueño. Todo a su alrededor se mecía, las paredes de madera crujían, las bisagras de la puerta se quejaban con un chirrido bajo y constante, y en la ventana un resplandor blanquecino se colaba junto con el olor salado del mar. Todo era rutina. Una tranquilidad predecible. Demasiada, para su experiencia.
Se llevó las manos a la frente, aún aturdido. Con un movimiento lento se incorporó llevando ambas manos a las rodillas y miró hacia abajo. Llevaba puestas unas botas altas de cuero, vetustas y pesadas, de esas que apenas dejaban respirar los pies. Reconoció en ellas el sello de su época, quizá el año 1730, tal vez 1750. El pantalón ancho le caía suelto, la tela marrón áspera contra su piel. La camisa ya no era blanca, estaba envejecida hacia el beige, con cordones deshilachados en el cuello, manchada por el tiempo y el sudor, con mangas anchas y abullonadas, la tela inflada como pequeñas velas del navío en cada brazo.
Se frotó los puños. Luego su cuello. Suspiró, sintiendo el peso del cansancio en sus hombros.
La habitación era pequeña, hecha íntegramente de madera, y todo en ella hablaba de mar y de naufragios pasados. La cama estaba arrimada a la pared, justo bajo una ventana por donde podía ver un océano agitado y azul profundo. Frente a la cama, una puerta maciza lo separaba del resto del barco. En un rincón, un espejo de bordes gastados colgaba sobre una vasija de metal con agua dulce quieta encima de una mesa de madera, que destinada para lavarse el rostro. El aire olía a aceite rancio y a madera húmeda. En la mesa, unas velas derretidas, una navaja que utilizaba para afeitar su rostro.
Una lámpara de kerosene colgaba cerca, dejaba destellos titubeantes que parecían dibujar sombras vivas en las paredes.
Se acercó al espejo y lo observó con atención. Su reflejo lo sorprendió. Tenía un bigote rubio que se fundía con una barba larga y dorada, el cabello largo y amarillo atado en la nuca con una cinta de cuero negra. Su piel era clara, casi traslúcida, pero marcada por el sol; el cuello, enrojecido y sensible, mostraba la huella de jornadas interminables bajo el cielo ardiente. Los ojos, de un azul intenso, parecían contener la calma y la furia del mar. Era un hombre de contextura fuerte, doble de lo común. Sólido, forjado por los esfuerzos de comandar un barco y resistir tempestades. Sus manos, que ahora estudiaba bajo la luz vacilante, estaban endurecidas por callos, agrietadas por el salitre y cubiertas de cicatrices que hablaban de peleas, abordajes y años de trabajo incansable.
Una leve sacudida en la cama interrumpió su contemplación. Giró la cabeza y allí, entre las sábanas húmedas de sudor, una mujer morena se movía perezosa. Tenía el cabello desordenado y la piel brillante, como si el calor del cuarto la hubiese envuelto toda la noche. Apenas cubierta por una sábana blanca virada al amarillo por el desgaste, lo miraba con ojos entreabiertos. El capitán no pudo contener una sonrisa breve, cargada de complicidad y cansancio. Durante un instante, pensó en quedarse allí, volver a hundirse en ese cuerpo, en ese refugio, pero el barco temblaba bajo sus pies como si le recordara que la calma nunca duraba demasiado.

Las voces rompieron el instante.
—¡Capitán! —gritaban desde afuera, mezclando acentos ásperos, dialectos extranjeros. Identificaba vociferaciones en portugués y su propio idioma, entrelazados en el caos—.
—¡Capitán, nos han abordado!—.
El hombre se irguió de golpe, con los músculos tensos, el corazón acelerado. Se inclinó hacia el lado de la habitación donde descansaban su espada lista en su vaina. Apenas cerró los dedos en la empuñadura cuando un estruendo sacudió el aire: Una bala de cañón atravesó la ventana de cristal, destrozando las tablas y astillando la puerta en mil pedazos. El viento y el olor a pólvora invadieron la habitación.
La mujer gritó, temblorosa, y se aferró a las sábanas como si fueran escudo.
—¡Bajo la cama! ¡AHORA! — gritó el hombre tan enfadado que sus venas resaltaban en su cien y frente.
Pero él no dudó. Tomó un revólver, ajustó la empuñadura de la espada con fuerza y se lanzó hacia la puerta, dispuesto a defender lo que era suyo. Lo que había dedicado la mayor parte de su mediana vida.
Y entonces, todo se desvaneció.
Ya no había barco. Ni madera, ni pólvora, ni mar. Solo un techo gris, aséptico y clínico que lo mantenía distante, mientras él relataba su experiencia.
El capitán parpadeó y se encontró tendido en una camilla. El aire olía a vainilla artificial, no a sal. Frente a él, un hombre con lentes redondos y todos sus cabellos blancos, lo observaba con severidad, tomando notas rápidas en una libreta.
—¿Y dice usted que el sueño comienza con una escalera? —preguntó el psicólogo, sin levantar la vista.
El capitán tragó saliva, confundido.
—Sí… una escalera empinada, la de la casa de mi abuela. Me lanzo por ella, caigo en un agujero oscuro… y de repente estoy en el barco.
El psicólogo levantó apenas la cabeza y lo miró por encima de los lentillas. Sus ojos eran fríos, calculadores. Críticos y escépticos.
—Se trata de un mecanismo de disociación. Sueños que mezclan símbolos de la infancia con imágenes tomadas de lecturas, películas, temores. ¿Comprende usted que no viajó al pasado?
El hombre asintió, resignado, pero su pecho ardía con otra certeza. Sabía que aquello había sido más que un sueño. Había sentido el tambaleo real de la madera bajo sus pies, el ardor del sol en su cuello, el peso de la espada en su mano. Había escuchado el grito desesperado de aquella mujer.
Cuando despertó esa mañana, aún mareado, la habitación en la que dormía seguía tambaleándose como si realmente navegara en alta mar. Las paredes de la habitación no eran de frío cemento, era todo de madera. El sonido del mar reemplazó el claxon de los coches.
Y lo peor era que no podía decidir qué le aterraba más; que todo hubiese sido un sueño demasiado real; o que en algún lugar del tiempo, él aún siguiera luchando en ese barco, algunos 300 años atrás.

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