
En las profundidades del océano, donde la luz apenas roza las aguas y el silencio lo llena todo, vivía una medusa llamada Lira. Su cuerpo translúcido ondeaba como una bella melodía bajo las corrientes, y sus filamentos fosforescentes dibujaban sueños que solo ella podía imaginar. Lira no era como las demás criaturas del mar; mientras ellas se conformaban con la marea, ella anhelaba algo que parecía imposible: caminar sobre la tierra como una mujer.
Por las noches, cuando el cielo estrellado se reflejaba en la superficie del agua, Lira se acercaba a los límites del mundo marino. Observaba a los humanos desde las sombras líquidas, fascinada por su risa, sus abrazos y la firmeza de sus pasos, mientras se preguntaba cómo sería sentir la tierra bajo sus pies o el viento ondeando su melena.
Un día, mientras la marea la empujaba hacia una costa solitaria, Lira encontró una caracola brillante y extraña. La tomó entre sus tentáculos, y al hacerlo, sintió una voz suave en su interior:
—¿Qué deseas, criatura de agua?
Lira no titubeó.
—Quiero ser mujer.
La voz, sabia, respondió con dulzura:
—El precio de tu sueño es abandonar el océano para siempre.
Sin dudarlo, Lira aceptó y una corriente cálida envolvió su cuerpo y, cuando abrió los ojos, ya no era medusa. Tenía piernas, brazos y una piel que temblaba al contacto del viento. Sin embargo, al intentar caminar, cayó una y otra vez, sus movimientos torpes como los de un pez fuera del agua.
Pero Lira no se rindió. Recordó las olas que la empujaban cuando era medusa y aprendió a mantenerse en pie.
Con el tiempo, sus pasos se hicieron firmes, y su risa resonó como la espuma de las olas al romperse. Aunque el mar le susurraba a veces, llamándola a regresar, Lira sonreía al horizonte. Ahora era parte de los sueños que antes solo podía contemplar.
Y cada noche, bajo un cielo pleno de estrellas, y la Luna como único faro caminaba por la arena mojada, agradeciéndole al océano todo lo aprendido.
