Construir piedra a piedra tu castillo, levantar con esfuerzo las torres que te protejan de lo ajeno. Regar con tus lagrimas y con tu sudor ese inmenso foso aislante alrededor de lo que es tuyo y tallar a mano la puerta levadiza que permita el paso a tu gente.
Soportar los vientos y las tormentas, las lluvias interminables y las incesantes olas de calor. La nieve, de lejos, aunque ya se otea en el horizonte de tus sienes.
Todo entero, todo a salvo.
Y pasan los días, los meses y los años y nada cambia o si se produce algún cambio es a mejor o así lo quieres creer. Crecen flores silvestres junto al huerto con el que alimentas tu alma en los pequeños ratos libres, que escasean, y sale el sol pese a amanecer con nubes forasteras en el horizonte.
Consigues repeler los ataques más míseros y los menos esperados. Sacas tu sonrisa frente a la adversidad, haciendo que todo lo negativo se vaya tal y como vino, aunque no crezca el romero.
De repente un día, sin verte atacado por ningún enemigo irreverente, recibes un enorme regalo, que anhelas sin saberlo, que te ilusiona tanto que ya ni recordabas esa sensación, y que cual caballo de Troya entra en tu vida y te remueve desde dentro.
Veneno dulce que te encanta y del que pides repetir, sin saber que hará temblar los cimientos de todo lo que eres, de toda tu vida.
Buscas y encuentras la necesidad de obtener más pequeñas dosis, más breves momentos compartidos e intentas que sean lo más duraderos posible. Notas los temblores de la tierra que pisas en esos precisos instantes, esperando que esa sensación sea recíproca.
Entonces, se reducen las opciones, puedes pelear contra lo inevitable o dejarte llevar por el deseo y entender que todo esto es un hermoso juego, y que no hemos venido a mirar, si no a ser sinceros hasta el final.
Pese a todo lo que se pueda perder, en la mente solo está ganar contigo.