Cuando la incertidumbre llama a tu puerta, los cimientos de la templanza se desmoronan sin miramientos. La cabeza centrifuga, como si de una lavadora se tratara, todos aquellos pensamientos que un día tuvieron cabida en lo racional de tu cerebro.
Y aparece esa parte inconsciente, esa que no sabemos que está pero aporrea el sentido más de lo debido cuando nos despistamos un momento. Así aparece el miedo, así hace acto de presencia el pánico a lo desconocido, así se conforma una realidad paralela a la nuestra que nos acobarda hasta el punto de desaparecer en nuestra comodidad y en aquello que reconocemos como nuestro hogar, como nuestro sitio seguro.
Como arenas movedizas nuestro mundo se tambalea, sin saber si podremos salir adelante aunque estemos de fango hasta el cuello, o si por el contrario nos hundiremos en esa miseria que quiere arrastrarnos al fondo de su cieno.
El cable que conecta con nuestras emociones de repente hace un contacto diferente con nuestro cerebro y se comienza a poner en marcha una maquinaria tan perfectamente imperfecta que nos dejamos llevar allá donde ella desea. La verdad o la mentira, el todo o la nada, el miedo o la valentía, lo bueno o lo malo… Y siempre pesa lo peor.
La incertidumbre no es buena consejera, cuando se nubla la certeza las incoherencias se vuelven realidades y eso te despeña sin piedad por la ladera de la montaña de tus pensamientos.
Sí, la incertidumbre te contrae, te retrae, te incapacita, te arrebata el poder de decisión, te ilegitima para seguir siendo sin más.
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