Se acaba el día, llegas a tu casa cansado y con ganas de relajarte.
Te duchas, preparas algo de cena y pones algún burdo programa que te distraiga. Aunque no prestas atención a lo que dicen, ni miras fijamente a la pantalla, te da compañía. Así, no te sientes solo.
El hueco vacío en tu salón se llena de palabras y de luces que provienen del televisor. Tu mente divaga entre los recuerdos del día vivido y los planes del día de mañana. Entremedio, el presente y sus problemas, luchando contra el cansancio que te azota el cuerpo, pero sobre todo la mente.
Terminas de cenar y, sin recoger la mesa, te reclinas en el sofá a estirar un poco el cuerpo. El salón se sigue llenando de más palabras y de más luces sin que seas capaz de entender nada de lo que dicen o, más bien, gritan. Te da igual, así estás acompañado y puedes convivir contigo mismo.
De repente, tu cuerpo empieza a mandarte señales que indican claramente que el día, tu día, se ha acabado. Por mucho que batalles, no habrá victoria posible. Toca retirada, la cama es tu destino.
Tras pasar por el cuarto de baño, llegas al dormitorio y te tumbas deseando viajar con Morfeo por mundos maravillosos.
Es en ese momento, en el que tu mente se queda contigo a solas. Ya no hay ruido ni luces que te acompañen, ya sois solo dos y no hay escapatoria posible.
Depende del día, esa tertulia va cobrando realidad o se convierte en una entelequia sin aparente final.
Si se alarga la charla, puede que hasta salgas de ella y empieces a escuchar los ruidos de la calle. El viento que menea los árboles, la moto y su endemoniado tubo de escape y la vecina riñendo a sus hijos.
A veces, incluso te llegan pensamientos que no piensas, situaciones que te angustian y no sabes por qué. Decides retorcerte en la cama para que desaparezcan, pero ahí siguen o vienen otros.
Se acabó, el sueño se ha esfumado. Ahora solo queda resetear y empezar el camino de de nuevo, esperando que el final sea diferente.
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