
Este cuento está escrito a la memoria de mi padre y su abuelo, don Emilio Caracuel Salinas. El chiste en el interior no sé de quién es, creo recordar que era de un payaso apodado Popóv.
A mí me ha correspondido el diario del tío Ramón. A otros les habrá correspondido el dinero, pero están obligados a invertirlo en la compañía.
Somos una familia de actores, comediantes y dramaturgos. Hemos transmitido el oficio desde los tiempos faraónicos. En el culto a Osiris se puede ver a nuestros antepasados recitando los versos escritos por alguna de nuestras abuelas. En el jeroglífico de la izquierda a la entrada de la tumba de Tutankamon se puede leer la lista de actores que actuaban para el faraón, todos pertenecen al clan Salinas.

Esa historia me la había contado el tío Ramón cientos de veces, vestido de Max Estrella, uno de sus personajes favoritos. Ahora, al leer su diario me doy cuenta, que está ordenado cronológicamente por Mundiales, porque, aparte de la declamación, su otra pasión era el fútbol.
En el 50 salieron corriendo, mejor dicho volando, para los Mundiales de Brasil, porque solo se le ocurrió a la tía Águeda escribir una obra sobre el dictador:
Sale por el escotillón el actor vestido de payaso con varias fotos enmarcadas bajo el brazo. Se da una vuelta por la escena con sus zapatones de casi un metro, puntera ancha, la corbata de colores, peluca amarilla y una nariz roja de plástico. Se sitúa en el centro de la escena, justo delante de la concha del apuntador, comienza su parlamento, enseñando una foto en blanco y negro de Hitler:
—Este hombre ha sido un sanguinario, un asesino, bajo su responsabilidad se gasearon a miles de inocentes: judíos, gitanos, comunistas, homosexuales, discapacitados… Quién no tenga un familiar que pudiera estar en esos grupos que salga de la sala.
Esperaba un poco y seguía.
—No, señores, desde tiempos inmemoriales, todos nos hemos mezclado: migraciones que han atravesado el estrecho para que el Homo Sapiens llegara a Europa. Judíos que han recorrido toda Europa; pensadores que perseguidos, han recorrido todos los continentes; brujas que se salvaron de la hoguera por esas miradas beatíficas que sirvieron al Greco para inspirarse en sus Vírgenes. Los que han salido de la sala antes de escucharme se condenaran y que sepan que sus familias eran unas aburridas.
Ahí se detenía otra vez para sacar su pañuelo, limpiarse la nariz, y luego continuaba bajando el tono de voz una cuarta:
—En mi familia hubo pérdidas, pero no importa. ¿Qué hago con este asesino? –Ahí, subía otra vez el tono- . Lo tiro a la hoguera, para que expíe sus pecados. –Zas, lo lanzaba con genio a la hoguera-.
Luego sacaba una foto de Mussolini y tras él otra de Stalin, y con un monólogo parecido, los tiraba también a un fuego artificial que habían instalado a su izquierda. Luego el tío salía por la derecha, para volver a salir con un retrato grande de Franco con marco dorado. Hacía como que era algo pesado, valioso, y recitaba con una declamación pausada, impecable:
—Y con este, ¿qué hacemos? Miren con este lo mejor es colgarlo.
A partir de ahí todo el teatro se debatía entre la ovación y la revolución. La guardia civil corriendo a escena, el telón caía a peso y con él se llevaba también el bambalinón sobre las fuerzas del orden, que se veían envueltas en unos cortinajes del siglo XVIII, pesados, llenos de polvo y ácaros. Los Salinas salían a toda velocidad sin limpiarse el maquillaje. Un viejo carromato los esperaba en la puerta trasera del teatro. De allí alguien les ayudó a salir en avión destino a Brasil.
El tío Ramón, orgulloso, contaba siempre la anécdota en las comidas de las fiestas de Purim y luego relataba meticulosamente cada partido de los mundiales de Brasil de los años 50.
Este diario lo voy a guardar muy cerca de mi escritorio. Al abrirlo y ver los cromos de futbolistas y leer sus historias, me ayudarán a imaginarlo delante de mí, a ver su corpachón de metro noventa, la cara redonda bien afeitada y el cigarrillo colgando de la comisura izquierda de la boca. Lo que recuerdo es su última celebración de Yom Kipur. Acababa de cumplir ciento cinco años y como siempre decía en este tipo de festividades, cuando su mujer, Rebeca, le reprendía por el cigarrillo, era: “Sabes lo que de verdad es malo, te lo voy a contar” y apoyando el codo en la mesa y el antebrazo en altosujetando el cigarrillo de manera teatral, el entrecejo fruncido, mirando al infinito, cogía aire por los orificios nasales y.., pero seguro que ustedes también lo saben. En caso contrario, nos vemos en el Teatro.
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