Inspiraba, expiraba, inspiraba una vez más y se lanzaba al agua. El Mediterráneo en septiembre todavía estaba caliente.
Sofía era feliz. Esa mañana no había encontrado pececillos en el mar. A veces, algunos despistados se acercaban a la orilla y jugueteaban entre sus piernas. Mientras buceaba, intentaba acariciarlos con la mano, pero salían aleteando más rápidos que ella. Era su juego «a qué no me pillas”.
Los miércoles, día de libranza, Sofía cogía el autobús y bajaba a la playa del Estanyo. Tenía localizada una urbanización que prácticamente estaba vacía, solo quedaba algún jubilado extranjero y poco más. Pasaba la mañana en la playa y a eso de las tres, cuando los pocos habitantes estaban comiendo o durmiendo la siesta, saltaba la puerta de acceso y se colaba en la colonia. Una vez que llegaba hasta la parte más alta de la cancela, le gustaba imaginar que la piscina tenía forma de guitarra española, por supuesto, o como una caja torácica desigual, pintada por su pintor favorito, Picasso. Una pileta azul con pequeñas teselas en diferentes tonalidades, turquesa, azul cobalto, azul cielo, con peces de colores en cerúleo o azul ruso en el fondo. Le faltaba la roseta, la mitad izquierda estaba completa, pero a la derecha, la piscina infantil la habían diseñado más pequeña, no se sabe si en consideración de los niños o de los mayores que no sabían nadar. El mástil era el paseo que llevaba a las duchas, y el clavijero del instrumento lo ocupaba el espacio de los columpios y un espacio verde que lo diferenciaba del paseo de losas marrones más parecido al diapasón de la guitarra.
Ella había trabajado en hoteles cuyas piletas tenían formas caprichosas y en más de una ocasión había encontrado una guitarra eléctrica. Esta era la primera guitarra española que descubría y, a más, parecía una pintura cubista de Picasso, lo que la subía de categoría.
Solía hacer largos por ese medio cuerpo imaginario, calculando bien la distancia para no desviarse ni chocar con los bordes, pero no era tarea fácil. Si se trataba de andar, siempre se orientaba y daba con el buen camino. En cambio, nadar no era tan sencillo: su radar se había averiado hacía ya mucho tiempo.
Tenía once años cuando fue elegida, por su colegio, para formar parte del equipo nacional de natación. Estaba orgullosa. El abuelo Hulot la llevaba a los entrenamientos y se quedaba para ver cómo perfeccionaba el estilo mediante la perseverancia y la disciplina.
Lo tenía todo para llegar a ser una medallista olímpica, la primera de la familia.
¡Qué bien le sentaba nadar, dejar la mente en blanco! Ahora solo se preocupaba por respirar, ya no competía. Un largo a crol, otro de espaldas, vuelta a braza y de nuevo a espalda. Intercalaba estilos para no forzar una columna maltrecha de hacer camas, pero lo que más disfrutaba era el estilo a braza, bajar un poco de la línea de flotación y salir a coger aire, como si fuera un pez. Si pudiera elegir otra vida, elegiría ser delfín, moverse libre y ágilmente por el agua, mostrar una mueca sonriente, sin importar lo que le pase. Como el delfín, lo vive en otra dimensión, no surca los mares en grupo ni sonríe, pero el agua es su elemento. Entonces cruzaba los dedos, los brazos bien extendidos y hacía un molinete perforando el agua, bien pegada al fondo; luego salía para tragarse todo el oxígeno, la cabeza echada hacia atrás, el agua resbalando por su rostro.
¡Si hubiera seguido con los entrenamientos! Y el recuerdo la impactó de nuevo: Estaba cruzando la piscina y perdió el ritmo. Volvía a estar en el colegio, a sentir el abrazo de Cuca, dejaba de flotar, se hundía. Cuca, su amiga de siempre, mucho más grande que ella. Cuca, la que ya tenía la regla, la llevaba al fondo y se subía sobre ella para ahogarla y sacarla a flote victoriosa, como una heroína. Sofía tragaba agua y podía ver su vida en imágenes fulgurantes: sus padres, su hermana, el abuelo Hulot, todos se despedían de ella, podía oírlos, pero no era capaz de meter sus dedos en los ojos de Cuca, no era capaz de hacer fuerza y salir a flote sola. Las sacaron al cabo de unos minutos, no pudo explicar qué había pasado, permaneció muda y avergonzada. Cuca aprovechó para explicar que la había visto ahogarse y que se lanzó al agua sin pensarlo; dijo que debió de darle un mareo a Sofía, pero cuando se acercó a ella y la agarró para sacarla, entonces Sofía empezó a pegarla; menos mal que las habían rescatado a ambas.
Al abrir los ojos Sofía estaba en el césped y un hombre de unos cincuenta años le movía los brazos. La miraba sonriendo. No entendía lo que le había pasado. Él le explicó que la había visto desde el segundo piso, que bajó corriendo, y se tiró a la piscina en slips. Tenía que disculparlo, no podía perder tiempo en ponerse el bañador.
Poco a poco Sofía vuelve en sí misma, pero su cabeza todavía está en la piscina del colegio. Desea poder explicar que ella no se estaba ahogando, que Cuca, la gorda, la envidiosa, se le había lanzado encima, y que las palabras no le salen. Un incidente, pequeño para algunas, a ella le cambió una vida de competición por una vida con otra brisa. Sin proponérselo, su propia timidez la había callado y le había dejado el protagonismo a Cuca, quien dio un giro a su trayectoria, la sacó del medallero para vararla en hoteles de playa y la convirtió en una Sofía introvertida, de sonrisa delfinesca, que dejó de lado las pretensiones familiares.
Mientras recobra el conocimiento, Sofía cae en la cuenta de que ya ha perdido el último autobús para volver a la Setla. No quiere regresar andando. La oscuridad le da miedo para ir por carreteras comarcales.
El hombre le tiende la mano, y le dice: “ha debido de darle un vahído mientras nadaba”, pero Sofía entiende que la tragedia de su vida ya no la ahoga.
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