—Abandoné los aposentos de Lady Alldora, tras descubrir un documento en el que figuraban los nombres del señor Fixex, el zahorí Vári, y otros tantos, como el tuyo, o el de la propia reina.
—“Por la diosa, estás delirando” —dijo Híz asustada, intentando entender lo que solo era un susurro—. ¡Tranquilo, hermano! Cuando lleguemos a la tienda, te daré algo de beber e intentaré bajarte la fiebre; pronto te sentirás mejor y el color volverá a tu rostro.
—Por favor, Híz, concédeme un instante —le rogó él, dispuesto a hacer un último esfuerzo por hacerse entender—. Hay algo que tienes que saber. ¡Hermana! Mi adorada hermanita… Nunca podré olvidar la cara de nuestra madre tras su viaje a las Rojas de Carmelian. Ni lo enfadado y preocupado que parecía nuestro padre por su demora. Sin embargo, su postura cambió desde el momento en que te cogió en sus brazos. A partir de ese día te adoraron hasta que se unieron a las almas sagradas; a ambos se les iluminaban los ojos siempre que te veía. No obstante, no sois…
—Calla, hermano, por favor… Ya me lo contarás luego, cuando te encuentres mejor.
—¡Debes resignarte, Híz! Me han envenenado, y apenas me queda tiempo…
«No sé su nombre y quiere dañarte», —le confesó, mientras su garganta se llenaba de sangre.
A pocos pasos, tras unos arbustos, dos testigos los observaban todo con nitidez.
—¡El consejero está agonizando! —dijo Didig, abrazándose a Merhug para ocultar que sus ojos se volvían oscuros como la noche, porque la muerte le producía verdadero placer.
—¡Shh! ¡Respira profundamente, Didig! Si nos descubren, nos arrestarán y encontrarán las ampollas. Y ¿quién sabe si también nos acusarán de esto? Sería lo peor que nos podría suceder.
—Sí, tienes razón, deberíamos marcharnos; además, ahora la princesa no parece tan inalcanzable.
—¿Qué? —preguntó el joven confundido. No obstante, los gritos de Híz atrajeron su atención.
—“Por favor, hermano”, —repetía desolada—. Faltan apenas unos pasos… ¡Estoy convencida de que puedes lograrlo!
Aunque lo cierto es que Zeldriz no podía caminar. Poco después, se derrumbó, mientras Híz buscaba la causa de su mal; estaba segura de no haberle causado ningún daño durante su agitado encuentro.
—¿Qué te sucede? —le preguntaba con lágrimas en los ojos, postrándose impotente, mientras su hermano perdía la vida.
Esto la llevó a enfrentarse a mí.
—Ajbhó ¿me escuchas, Ajbhó? ¿Por qué no sientes mi dolor? Este dolor que rasga mi corazón, atravesándolo como flechas que me arrebatan parte de mí misma… ¡No! No puede estar pasando —lloraba—. ¡Hermano! ¡Hermano! — gemía abrazada a su cadáver sin obtener respuesta alguna—. ¡Por favor, por favor, que alguien me brinde ayuda! ¡Que alguien me brinde ayuda por el Sagrado Libro! —exclamó, arrastrando su cuerpo por los hombros, enloquecida, intentando sin éxito llevarlo con ella—. ¡No te inquietes, hermano, estoy aquí! ¡No te dejaré! ¡Ah! —exclamó con rabia al resbalar sobre la hierba una y otra vez.
Sin embargo, no era posible que la escucharan; la celebración lo impedía. Incluso el señor Fixex se encontraba en el Unicornio Azul, esperando que el mesonero le proporcionara una buena jarra de su exquisita elaboración.
—Espero que la sepa valorar. —gritó Coreg, golpeando su barriga y soltando la jarra bruscamente sobre la mesa que ocupaba el viejo duende—. Mi aguamiel es la más prestigiosa del reino, maestre. No en vano hemos obtenido el primer premio durante las últimas centurias.
—¡Sí! ¡La mejor! Coreaban entre jarra y jarra los presentes; sin embargo, él, como juez, debía esperar y reservar su opinión.
Así que puso la jarra a la altura de su enorme nariz, preparando uno de sus sentidos más desarrollados para explorar cada una de sus características. Y, tras comprobar que la composición era exquisita, fue reconociendo mentalmente los sabores (centeno, con beleño blanco, nuez moscada, y creo que la levadura de musgo de Ohceh). El decantar era un arte que el señor Fixex siempre había disfrutado. Por consiguiente, al llegar el momento, decidió probarla. Ante la mirada de Coreg, quien lo observaba con impaciencia, esperaba su respuesta, convencido de tener la mejor elección de las recetas.
—¡Mirad cómo se elevan sus orejas! —bromeaba el mesonero rompiendo la tensión que provocaba el duende con tanta ceremonia—. ¡Eso significa que le agrada! —manifestó Coreg riendo con insolencia, mientras decenas de ojos los observaban.
—¡Por favor, silencio! ¡No me permite pensar! —manifestó el señor Fixex tirando el aguamiel y corriendo hacia las tiendas ante la incredulidad de los presentes, quienes no tenían idea de qué opinar sobre su extraño comportamiento, ya que, sin ninguna razón aparente, el duende maestre seguía ciegamente un extraño olor—. ¡Veneno! Estoy convencido de que no me equivoco, ese aroma es inconfundible, es punta de estrella. ¡Sí! ¡Concretamente de ricina roja! Sin embargo, me inquieta no distinguir un segundo elemento, que es poco habitual… ¡Con todo estoy en lo cierto! ¡Es veneno! —murmuraba tropezando a su paso con la multitud, en tanto buscaba el origen de la peligrosa fórmula—. “Vamos… vamos”. ¡Dejen pasar! —gruñía.
Fue en ese momento cuando se encontró de frente con el zahorí Vári, quien, al igual que él, había sentido la presencia de la oscuridad.
—¿Lo habéis sentido? —dijo el señor Vari, convencido de que se trataba de magia oscura.
—Ese olor no augura nada bueno. ¡Maldición, creo que procede de allí!
“El zahorí le seguía ciegamente”. Conocía al maestre lo suficiente como para saber que su facultad para distinguir olores no tenía rival. Poco después, hallaron lo que estaban buscando…
¡Híz, arrodillada! Vencida ante la realidad, con el cuerpo aún caliente de su hermano entre sus brazos. Tan desolada por la profunda tristeza que no oyó cómo la ayuda se acercaba hasta que sintió una mano sobre su hombro…
—No se inquiete, princesa, por favor. A partir de ahora, el zahorí Vári se ocupará —manifestaba el maestro, apartando a la joven—. ¿Sería tan amable de mirarme? Cuénteme qué ha sucedido. Necesito que confíe en mí para poder brindarle ayuda. Si él ha tenido la oportunidad de decir algo, por poco o insignificante que le parezca, puede que sea relevante.
—No lo sé, deliraba… Me habló acerca de mis padres, del momento en que llegué a mi hogar, y en los últimos instantes me advertía de un peligro… No estoy segura, no puedo recordar nada más.
El señor Fixex se sentía desolado, lo que la joven nombrada le contaba no tenía ningún sentido, al menos de la forma en que él lo necesitaba. Y sin ninguna hebra de la que tirar para formar la madeja, sus posibilidades de éxito se limitaban al buen hacer de su viejo amigo… La intervención del astuto zahorí desempeñó un papel fundamental en esta lamentable situación. Al levantar su cayado, la oscuridad de la piedra Ónix que lo presidía se convirtió en luz.
—¿Podría usted cogerme la mano, maestre? —dijo poniendo el cayado sobre el pecho del príncipe Zeldriz y deseando que no fuera tarde, juntos, pronunciaron el más peligroso de los conjuros…
—Orujn’ aoc al azreu’ af ed xino y al ed naile’ amrac arap salrin’ au noc ed euq us amla aczen’ aamre’ ap ne us opreu’ ac… Orujn’ aoc al azreu’ af ed xino y al ed naile’ amrac arap salrin’ au noc ed euq us amla aczen’ aamre’ ap ne us opreu’ ac… —repitieron juntos extrayendo el poder de la piedra para mantener su alma en el cuerpo, pero sin saber si sería suficiente, pues hasta la magia tiene sus limitaciones. Tras varios intentos y a pesar de su esfuerzo, el corazón del consejero no mostró ningún signo de vida. Cuando todos se miraban entre sí, temiendo lo peor, el pecho del consejero convulsionó varias veces, revelando un minúsculo destello de luz y esperanza en su rostro.
—¡Vamos! Ayúdenme. ¡Aún se encuentra con vida, debemos llevarlo ante la reina! ¡Tal vez ella pueda salvarle la vida con las mágicas aguas de la poza! Necesitaremos una montura; en una calesa se tardaría demasiado. Blazéri se encuentra en la mesa de los zahorís, solo él puede salvarlo. El príncipe no pasará de esta noche, debemos apresurarnos y disponerlo todo para llevarlo a palacio… ¡Está sumamente grave! —aseguró el señor Vári.
—Temo que eso no será posible. El jinete del unicornio ya no está en la llanura. Partió al palacio por problemas importantes, según me trasladó poco después del nombramiento… Por lo tanto, ¿quién lo llevará? —preguntó el maestre ofuscado—. ¡Hablamos de dos días y medio a galope con una montura ordinaria! Y yo no puedo cabalgar, ¡ni en mis mejores sueños! A mi edad difícilmente me mantengo sobre un caballo. Por otro lado, si la princesa elfa abandona la celebración, no tardaría en apreciar su ausencia. Lo que suscitaría preguntas al ser el día de su nombramiento. Solo nos queda usted, señor Vári. Pero si alguien lo reconoce, se provocaría el pánico entre los aldeanos. No podemos olvidar que hay niños y ancianos en el festival, quienes sin duda saldrían heridos por empujones o golpes provocados por el caos —gritó el señor Fixex, exasperado, presa del pánico, bajo un criterio inoportuno y desfavorable. El maestre analizaba las opciones, preguntándose si lo ocurrido no era el principio del fin; recordando las terribles advertencias desveladas tras mi visita. Pues, el acontecimiento le incitaba a meditar sobre ello.
De repente se escuchó una voz inquietante procedente de la noche.
—¡Lo haré yo mismo!
—¡Mostraos!… ¿Tú? ¡Me opongo! Lo llevaré yo mismo si es necesario —dijo el anciano duende con contundencia.
No obstante, el señor Vári no pensó que la idea fuera tan descabellada.
—Espere, mi estimado amigo, debemos sopesarlo. El consejero Zeldriz tiene poco tiempo. Todos somos conscientes de que no es probable que llegue con vida al palacio. Lo cierto es que le quedan horas, siendo optimistas, y ¡quizá esto sea lo mejor! —alegó el zahorí, quien siempre estaba dispuesto a exponer su punto de vista.
—¡Un habitante del Bosque Terio! —dijo el maestre rasgando la voz para reprochar su procedencia.
En esta ocasión el señor Vári tampoco le permitió continuar.
—Disculpe que le lleve la contraria por segunda vez, pero en este caso no es un terio cualquiera. El príncipe Zeldriz y él son amigos de infancia —aseguró Vári en un intento por ablandarlo—. ¡Es gratificante presentarle por fin, al príncipe Xium de Nor! Tuve el honor de coronar a su madre, la reina Nor, y asistirla en su primer alumbramiento cuando era solo una princesa. Todo ello ¡con el beneplácito de la Diosa Encina! —afirmó Vári, intentando infundirle confianza.
—¡No lo endulce tanto! ¡Un guerrero terio! ¿Podría usted dejarse de historias? ¡No son de fiar! ¿Quién nos garantiza que esto no es cosa suya? —preguntó el señor Fixex, muy alterado.
—El anciano debería medir sus palabras, o puede que no vea otro día para hacerlo —sugirió Xium, acercando su mano a la de la princesa Híz para estrecharla con profundo pesar. No obstante, ella no estaba en situación de atender al atractivo terio, de rostro bondadoso y mirada salvaje, que desafiaba la del duende maestre ante su falta de sensatez, y al que no ponía en su lugar, por respeto al zahorí mayor. Que en más de una ocasión había sido invitado al bosque terio para otorgarle honores, evidenciando la amistad que mantuvo con su pueblo desde los tiempos del rey Uzcam.
—¡Cómo he mencionado, lo llevaré yo! —exclamó con dureza, al ver lo duro que estaba siendo todo aquello para Híz—. ¿Princesa? Vamos, Híz. Por favor, lo siento, pero ¡debo llevármelo!
—¡Aún no, Xium, te lo ruego, deja al menos que me despida de él! —susurró ella, enredando los dedos en el cabello de su hermano, para inclinarse y darle un suave beso en la frente—. ¡No lo entiendo! ¡No lo entiendo!
—Lo siento mucho, Híz, pero todavía hay luz y esperanza en su cuerpo. Sabes que conmigo estará a salvo, yo cuidaré de él.
Como resultado, ella se retiró y Xium pudo acercarse.
—Finalmente, estimado amigo mío. A mí, no me engañas, ¡esto lo haces para obtener los cuidados de tu amada! ¿No es cierto? Tranquilo, hermano, te llevaré con ella —le susurró al oído, levantando el cuerpo casi sin vida del consejero y desapareciendo poco después en la oscuridad de la que había surgido. Sin dejar más prueba de su presencia que el batir de las alas de su montura al alejarse.
—¡Eres un necio! Eso es lo que eres —gritó el maestre—. Hemos permitido que un maldito guerrero terio se lleve a uno de los consejeros de las Ocho Piedras —dijo, señalando la Fortaleza—. Y con tanta presión, ninguno de nosotros ha pensado en los galenos Amatis, lo que resulta irónico. Son de los más prestigiosos del reino y no están a más de quince minutos del festival.
—Sin lugar a dudas, desvarías debido a la impotencia. Tu conocimiento sobre lo ocurrido es más que suficiente para comprender que esas afirmaciones tienen el mismo valor que los conocimientos de esos caballeros sobre conjuros o hechizos de esta magnitud. Le puedo asegurar con mi vida, viejo amigo, que el príncipe Tidartiz está en las mejores manos.
—Y yo le aseguro que perderá esa vida que asevera. Junto con la que dio en prenda a ese salvaje, y eso es todo lo que tengo que decir —replicó el maestre, indignado.
—¿Es que ha perdido el juicio o solo es que carece de empatía? Este no es momento, ni de bravatas, ni de tonterías, ¡no ahora! —afirmó el señor Vári, acercándose a la princesa Híz—. ¡Alteza! Debéis ocultar vuestro dolor, sois la nombrada, compórtese como tal. Nadie debe estar al tanto de lo sucedido… ¡Nadie! ¿Me oís? Bien, le aseguro que daremos con una solución.
En ese instante, Híz se irguió sin cuestionar lo que se le ordenaba y volvió a integrarse en la fiesta, con la serenidad propia de una princesa elfa. No permitiría que su dolor perjudicara a Zeldriz, eso no les traería más que problemas. Y su objetivo era ayudar en lo posible… Su esfuerzo salvaría la vida de su único hermano. Y, a la espera de que fuera así, regresó al festival, junto al señor Fixex y el zahorí Vári…
—¡Vamos, princesa, tiene que cumplir con su responsabilidad! —exclamó el señor Fixex.
—¡Por la diosa! ¿Sería posible darle un respiro?
Su hermano está muy grave, estoy seguro de que sabes lo que significa —masculló conmovido el viejo zahorí.
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