
La abuela solía recordar cada detalle de su vida con la precisión de un bordado bien terminado. Sus historias eran hilos de colores que tejían toda mi infancia con esa mezcla maravillosa de aromas y fragancias inconfundibles: la casa donde creció, el primer vestido que cosió con sus manos, la tarde en que conoció al abuelo bajo un cielo que, según ella, olía a jazmines.
Pero ahora, esas historias se deshilachaban poco a poco.
Yo la observaba sentada en su mecedora, con las manos sobre el regazo y la mirada perdida en el jardín. A veces, parecía que intentaba atrapar algo en el aire, como si sus recuerdos fueran mariposas esquivas que revoloteaban a su alrededor. Otras veces, simplemente suspiraba y sonreía sin razón aparente, como si el viento le trajera sus memorias de vuelta, aunque fuera solo por un instante.
—¿Quién plantó esas violetas? —preguntó una tarde, señalando las macetas junto a la ventana.
—Tú, abuela. Hace muchos años.
Frunció el ceño, como si no pudiera creerlo. Luego asintió despacio y miró las flores con ternura. Pero un minuto después, la pregunta volvió a escaparse de sus labios, como si nunca la hubiera hecho.
Era así con todo. Cada recuerdo se desprendía de su mente como una flor que se suelta del tallo y se deja llevar por la brisa. Un día olvidó la receta de su famoso bizcocho de almendras. Otro día no supo reconocer la canción que solía tararear mientras tejía. Hasta que, un atardecer, me miró fijamente y preguntó con dulzura:
—¿Quién eres, mi niña?
Sentí un nudo en la garganta, pero sonreí. Me acerqué a ella, tomé sus manos frágiles y le respondí con voz suave, como quien vuelve a sembrar un jardín que el viento ha vaciado:
—Soy tu nieta, abuela.
Ella parpadeó y, por un instante, en sus ojos volvió a florecer la luz de antes.
—Ah… qué suerte la mía.
Y entonces, como quien recoge una flor antes de que el viento la arrastre, la abracé con todas mis fuerzas, guardando en mi corazón cada pétalo que aún quedaba de ella.
