
Había una vez una niña llamada Alma, que no era como las demás. Mientras otros llevaban trenzas o gorros de lana, ella llevaba sobre sus hombros las ramas de un almendro en flor. No era un disfraz ni un adorno: aquel árbol vivía unido a ella, como si fuesen uno solo.
Cada primavera, los pétalos rosados caían desde sus ramas como lluvia suave, y los pájaros venían a cantarle canciones dulces. Alma sonreía, porque sabía que aquel almendro era un regalo muy especial: guardaba en sus ramas todos los recuerdos felices que encontraba en su camino.
Pero había algo más extraño aún: cada vez que Alma caminaba, sus pies no dejaban polvo ni barro, sino un rastro de tinta oscura que se extendía como un río detrás de ella.
—¿Por qué dejas tinta al andar? —le preguntaban los niños del pueblo.
Alma respondía con una sonrisa misteriosa:
—Porque cada paso mío quiere contar una historia.
El río de tinta
Una mañana, Alma salió del pueblo rumbo al bosque. Al avanzar, la tinta se desplegaba a sus pies y formaba dibujos: primero apareció un pez que nadaba, después una mariposa con alas enormes, y luego un caballo que trotaba entre las letras que brotaban del suelo.
Los niños la siguieron maravillados.
—¡Mira! —dijo uno—. ¡La tinta cuenta cuentos por sí sola!
Y así era: cada paso de Alma se transformaba en páginas de un libro invisible que solo se podía leer siguiendo sus huellas.

El viaje del almendro
El almendro que crecía de su espalda se agitaba feliz cada vez que caía un pétalo. Esos pétalos tenían un poder secreto: si tocaban a alguien en la cabeza, esa persona recordaba un momento feliz de su vida.
Un día, uno de esos pétalos cayó sobre la maestra del pueblo, que de repente recordó la primera vez que aprendió a leer, cuando era pequeña. Sonrió como si volviera a ser niña.
Otro pétalo cayó sobre un anciano, que recordó cómo había bailado con su esposa en la plaza hacía muchos años. Sus ojos brillaron como estrellas.
Alma comprendió entonces cuál era su misión: traer de vuelta la alegría escondida en los recuerdos de la gente.
La tinta se oscurece
Sin embargo, no todo era tan sencillo. Una tarde, mientras caminaba por un valle gris, Alma notó que su tinta ya no dibujaba peces ni mariposas, sino nubes oscuras y palabras tristes.
—¿Qué pasa? —preguntó con miedo.
El almendro, con voz profunda, le respondió:
—La tinta también guarda las penas, y a veces se entristece. Pero recuerda, Alma: la tristeza también puede transformarse en algo hermoso si aprendes a mirarla.
Entonces Alma siguió caminando, y aunque la tinta al principio formaba lágrimas, pronto esas lágrimas se convirtieron en flores pintadas. Había aprendido que incluso lo oscuro podía dar lugar a belleza.
El regalo para el pueblo
Un día de invierno, cuando los árboles estaban desnudos y todos parecían apagados, Alma decidió dar un regalo. Caminó por las calles del pueblo dejando un río de tinta que se extendió como un tapiz gigante.
La tinta formó un cuento donde aparecían todos: la panadera repartiendo pan, los niños corriendo detrás de una cometa, el herrero cantando, los abuelos riendo en los bancos de la plaza.
Era la historia del propio pueblo, escrita paso a paso.
Cuando terminaron de leerla, todos los habitantes aplaudieron. El almendro floreció más que nunca, lanzando una lluvia de pétalos rosados que llenaron el aire de perfume.
—Gracias, Alma —dijeron—. Gracias por recordarnos quiénes somos.
El secreto de Alma
Desde aquel día, Alma siguió caminando por el mundo, dejando su río de tinta y sus pétalos de almendro. Sabía que su destino era viajar, porque en cada lugar había recuerdos que rescatar y nuevas historias que escribir.
Y así, aunque muchos no lo supieran, cada vez que en el suelo aparece una mancha de tinta con forma de cuento, o cada vez que un pétalo rosado nos trae una sonrisa inesperada, es porque Alma ha pasado por allí.
Y colorín pintado, este cuento ha quedado escrito en el río de tinta de Alma.

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