
Hay una costumbre antigua, casi folclórica, en ciertos despachos del norte: hablar de Andalucía con condescendencia. Una suerte de paternalismo amable que disfraza el prejuicio con acento madrileño o catalán, como si el sur fuera ese hermano simpático que canta bien, pero al que no conviene darle las llaves de la casa. Y ahí seguimos, entre el tópico del arte y la sospecha del atraso, resistiendo bajo el sol del estereotipo.
Andalucía ha sido, durante siglos, el espejo donde España ha querido mirarse… pero solo cuando el reflejo brillaba. Cuando de aquí salía la luz, el cante, el talento o la palabra, se aplaudía con distancia; pero si asomaba la pobreza o la protesta, se volvía la cara hacia otro lado. Como si ser andaluz fuera una condición estética, no política. Como si nuestra voz solo sirviera para adornar el relato ajeno.
Mientras tanto, los datos hablan solos: somos el sur que más produce, el que más exporta, el que más talento expulsa y el que menos se escucha. Se llenan la boca con la palabra “España vaciada”, pero nadie se pregunta por la España drenada, esa que ve marcharse a sus jóvenes a los polos industriales del norte, a cambio de discursos que siguen oliendo a siglo pasado.
Quizá lo que más incomoda es que Andalucía ya no pide permiso. Que empieza a entender su poder cultural, económico y simbólico sin complejos. Que el acento ya no se disfraza, sino que se reivindica. Y que, en un país acostumbrado a mirar de arriba abajo, el sur ha aprendido a mirar de frente.
Porque Andalucía no es un decorado, ni una postal con guitarras y azahar. Es un territorio que piensa, que crea, que vota, que se levanta. Y quien aún la mira desde arriba, tal vez no ha entendido que el sur, cuando despierta, siempre acaba marcando el compás. El día que Andalucía deje de pedir respeto y empiece a exigirlo, el mapa de España tendrá que aprender a mirar hacia el sur para entenderse a sí mismo.



