
Aquella pequeña criatura disfrutaba del paseo navideño junto a la familia. Se acomodó como pudo en la cesta inferior del carrito de María, entre peluches, pelotas y provisiones varias, garantizando el ´´por si acaso´´.
Justo desde ese menudo espacio recóndito, pudo observar, plenamente fascinado, la que sin duda pronosticó, como la ciudad más bonita del mundo. Olvidó por completo de dónde provenía, ya todo quedó atrás, muchos cuentan ser un lugar singular donde la Navidad se engrandece. A pesar de ello, Sevilla le cautivó y por nada del mundo quería que aquel paseo en el carrito, llegara a su fin.
Por momentos, dejó a un lado la creatividad, los juegos y las sorpresas a María, donde la inquietud le sobrecogió, llegando incluso a preocuparse, pues, si se encontraba en esta mágica ciudad, podría perder su razón de ser, donde sus hechizos, travesuras y encantamientos no brillarían como tal, debilitándose sin más.
Entonces inevitablemente pensó en María, en el destello de sus ojos al contemplar el ingenio de sus locuras, su risa, la complicidad, algo tan especial no podía desaparecer. Cavilando en este sinsentido, de pronto el carro paró y una imagen majestuosa le impactó quedando expectante.
Se trataba de un imponente arco, cual portón, con torreones incluidos. Se sentía pequeñito ante aquella inmensidad, algo que le impedía ver con claridad, aquella leyenda allí en lo alto, alcanzando a leer tan sólo, ´´Puerta del cielo´´. A pocos metros, una preciosa fachada, cual colosal templo, le hipnotizó. Su capacidad intuitiva le decía a voces que saltara y sin tan si quiera pensarlo, saltó de lleno, perdiéndose en aquel barrio sin rastro alguno de su carro predilecto.
El pequeño Elfo, un tanto consternado, se percató cómo los allí presentes, se aglutinaban en largas colas, impacientes, donde chispas de emoción revoloteaban en el ambiente. Fue entonces cuando activó sus grandes orejas al encuentro de un oído absoluto para finalmente empaparse de cuanto allí ocurría.
Uniendo cabos, se trataba de un anhelado encuentro que se había dilatado en el tiempo, una Esperanza que todos aguardaban, todos querían estar presentes. También el pequeño Elfo.
Esquivando más de un pisotón, a sabiendas de mil obstáculos encontrados en su recorrido, llegó por fin al lugar idóneo. Sin quererlo, un estúpido tropiezo le hizo caer sobre un espléndido manto de tisú, de verde terciopelo, que pertenecía al atuendo de aquella señora, de un perfil perfecto, que apenada, lágrimas de cristal, dejaba asomar.
Los susurros entre aquel gentío coincidían en una contundente afirmación: es Ella. Fue cuando el pequeño Elfo, cual revelación, la descubrió.
No pudo más que admirar su grandiosa belleza y contagiarse de cuánto allí se respiraba. Donde la Fe hacía de las suyas, quizá una Magia nunca antes experimentada, que sobrepasaba todo y a todos.
De pronto, otras lágrimas encontraron consuelo, las de una niña de nombre María, que bajando del carrito, dando apenas sus primeros pasos, tambaleándose, fue al encuentro de su fiel amigo Elfo. Un manto de Esperanza acunó esta bendita travesura…
