En el laberinto hecho eternidad por el transcurrir de ese fenómeno incontrolable llamado tiempo y en el terrenal de calles estrechas y plazuelas calladas que conforman la antigua y muy noble y muy Mariana ciudad de Sevilla, en reino de este Rey Santo que manuscribe el tiempo parece detenerse y el aire se llena de un misticismo casi tangible y de esos únicos aromas capaces de ser vistos y sentidos por los cinco sentidos del sevillano cuando se aproxima la Semana Santa, ese ciclo litúrgico que, como ritual sacro y eterno, transcurre con la gravedad y el fervor de un misterio que se revela entre cambios sempiternamente con el siniestro por delante y que se oculta a partes iguales. Es entonces cuando el reino, cual Arca de la Alianza, abre sus puertas de par en par y se convierte en escenario del drama sacro que, en el teatro de las almas, desata pasiones rezos y llantos, devociones y júbilos, y en cuyo marco se alzan, como protagonistas inmortales, las veneradas imágenes de sus advocaciones más queridas por el pueblo.
La ciudad se transforma en decenas de afluentes de un Guadalquivir de capirotes y cirios que iluminan la penumbra, una procesión infinita de fervor que, al compás de tambores y cornetas, avanza lenta, solemne y cadenciosa por las arterias de una urbe que respira al unísono con cada paso de las cuadrillas de costaleros, aquellos hombres de temple que, con sudor y sacrificio, cargan sobre sus hombros el peso del cielo y de la fe hecha materia dejando el reguero menesteroso de cera en el adoquín que es testigo fiel de lo acontecido en cada callejuela. Es en la Madrugá, cuando el velo nocturno se descorre y el manto estrellado de la bóveda celestial se despliega en todo su esplendor, que surge la figura de la Macarena, , cuyo rostro se cubre de un llanto sereno, único, inconfundible, inimitable como un remanso de consuelo en medio de la tempestad de dolores que sufre el corazón humano. La Niña de San Gil, la más allá del Arco, con su manto iluminado por la luz de unos candelabros, se extiende como un campo de lirios bajo la luna llena, mientras las saetas, plegarias centuria sentidas y cantadas emergen de lo más profundo del alma, resuenan en la madrugada como un eco de siglos de devoción.
A la misma hora en que la Macarena cruza la frontera intangible que separa la Basílica del mundo exterior, al otro lado del Guadalquivir, en su otra orilla, bendito barrio de Triana, El Cachorro aparece. Cuerpo tallado con la superlativa y excelsa gubia agitanada, con precisión quirúrgica transmitiendo la esencia misma del sufrimiento humano en su máxima expresión. Su rostro, lívido y crispado en la agonía última, se vuelve hacia el cielo, implorando quizá una misericordia que solo llegará con el amanecer.
La semana avanza, y con ella desfilan, como en un caleidoscopio de emociones y símbolos, los misterios de la Pasión por las calles que deja de ser desérticas y acompañadas solo por el leve crujido del viento y el susurro de las hojas que caen para convertirse en Iglesia al aire libre plena de rezos, miradas profundas y lágrimas que azarosas se atreven perdiendo, a desafiar la ley de la gravedad, cayendo, humedeciendo la gota de parafina de la estación de penitencia pasada.
Así, en esta ciudad que se convierte en Jerusalén durante siete días y siete noches, Sevilla se entrega al arrobamiento místico de su Semana Santa, un peregrinaje espiritual que, como río que nunca deja de fluir, renueva el ciclo de la vida y la muerte, del dolor y la redención, del tiempo que, aunque pase, siempre regresa al punto de partida. Y cuando el último tambor cesa y el último cirio se apaga, cuando las imágenes regresan a sus templos y la ciudad recobra la quietud que antecede a un nuevo amanecer, Sevilla queda suspendida en un sopor místico, impregnada aún del eco de las plegarias y los cantos, de las miradas extasiadas y los corazones entregados. Es entonces cuando, en el silencio que sucede al clamor, cada adoquín de sus calles parece susurrar historias milenarias de fe y devoción.
Y así es como nuestra Semana Santa se convierte en himno perpetuo, perenne y solemne que se inscribe en el alma de la ciudad, en el suspiro de las palmeras y el rumor del Guadalquivir, en la memoria colectiva de un pueblo que, a través de sus advocaciones más amadas, encuentra en la tradición un puente entre lo terrenal y lo divino, entre lo efímero de la existencia y lo eterno del espíritu.