
El día anterior había partido de algún modo, pues la persona que yo amaba me había llamado para decirme que quería verme esa noche. Me llamó, diciéndome que me extrañaba y que me quería, yo, encerrado en mi cuarto, cuarto camaleónico, oficinita que mutaba a antro, pero de día volvía a oficina. Por algún motivo, el autor de este relato no puede no recordar este cuarto atravesado por una luz azul tenue y baja, había pasado miles de horas ahí y tenía que dejarlo de repente, y así como tenía que irse del cuarto, ella se enteró que él se iba, pero la maldita no estaba sola, ella nunca estaba sola, y honestamente pienso que le excedia.
Ella lo hacía así, se manejaba así. Me llamó, llevaba casi un año sin llamar, tenía muchos amores, la última vez me había mentido, me dijo que me extrañaba, que arreglemos para vernos, imponiéndose sobre mi voluntad, y yo, como siempre que se trataba de ella, accedí. Accedí con certeza de que el final era terrible, por algún motivo, yo lo veía como un acto de fe, y de martirio, y de amor principalmente, porque el martirio supone un acto de amor, si no el único, ya que las otras expresiones significan más formas de autoestima, que la solidaridad propia que el amor ideal demanda, y que acto más auténtico que morir por el prójimo, incluso si el prójimo no es digno de tal hazaña. Yo como buen mártir me entregué, sabiendo que lanzas despiadadas lloverían a mi cuerpo, humillado y expuesto, cual santo incomprendido atemporal apedreado frente al pueblo ferviente de expiación y sediento de sangre, así me entregué. Yo era el santo, ella era la legión militar, el pueblo y el César. Tengo que confesar, que con cierta piedad me asesinó en un instante, a las horas desapareció y no supo nada de mí hasta que llegué a Dublin.
