De repente desperté y una espesa niebla me impedía ver más allá de mí. Fue tanta mi sorpresa que dudaba si estaba donde debía estar. ¿Acaso ya no había nada a mí alrededor? ¿Cuánto tiempo tendría que estar sin ver?
Estuve paralizada durante unos minutos, sin atreverme a decir ni una sola palabra, tal vez por el miedo a que tuviese una respuesta inesperada. Analizando las posibilidades, sólo había dos opciones: esperar o explorar. El miedo es inquietante porque no siempre te hace actuar de la misma manera. En ocasiones te paraliza de tal forma que sólo puedes esperar las consecuencias de tu inactividad y otras veces te hace correr sin la certeza de escapar del temor. Sin pensarlo, de una manera inesperada, mi cerebro dio la orden de explorar.
Como el amnésico que empieza a recordar, iba comprobando a pasos lentos y con movimientos suaves que todo seguía estando en su lugar. Y pese a que no habría puesto la mano en el fuego por ello, así fue. Poco a poco mi mente fue dibujando lo que mis ojos no podían ver y me permitía ir moviéndome de una manera menos torpe. Con las pertinentes comprobaciones de que todo era lo que tenía que ser, sin nada extraño que perturbara mis movimientos, pude ir avanzando y cogiendo más confianza con el terreno.
Durante mucho tiempo la niebla no disminuyó su espesor ni unos milímetros. Sin dejar de tener esa tensión nerviosa, que me hacía abrir los ojos lo máximo que las cuencas me permitían y sintiendo como si los tímpanos fuesen la parte externa del órgano auditivo, fui abriendo puertas y subiendo y bajando escaleras. Y de esa manera seguía avanzando sin tener muy claro hacia dónde.
Cuando mis ojos empezaron a notar que la niebla se iba disipando de una manera progresiva, fui comprobando que no reconocía nada de lo que había a mí alrededor. Estaba tan perdida como una niña pequeña en un gran centro comercial, pero la tranquilidad que sentí al volver a ver con total nitidez no dejaba espacio para el temor por estar perdida. De repente me embargó una curiosidad ansiosa por conocer a fondo lo que me rodeaba, sin prisas por encontrar el camino de vuelta a lo conocido.
Fui observando cada detalle, preguntando todas las dudas, dejándome guiar por desconocidos y recorriendo calles y calles. Con el tiempo, casi por casualidad, llegué a un lugar desde el cual sabía volver a casa y así lo hice. Con paso decidido emprendí el camino de regreso con la certeza de que aquella niebla extraña había cumplido su finalidad… hacerme explorar el mundo.
Abraham says
16 noviembre, 2011 at 13:37Perfecto.
el guerrero says
16 noviembre, 2011 at 15:41Me alegra tu regreso a La Morada. Qué difícil es ver con una niebla tal que parece que tiene patas y te persigue, verdad? Fantástico…
Ayfe says
16 noviembre, 2011 at 20:16No sé si tu niebla es real o simbólica, pero sea como fuere, es cierto que la niebla te impide ver el camino real, la realidad de dónde te encuentras, de dónde estás y con quién y cuando piensas que has conseguido ubicarte y reconoces tu alrededor como familiar, resulta que la niebla se levanta y te das cuenta que estás más perdida de lo que creías y que nada de lo que te rodea era ni por asomo lo que pensabas.
Me ha gustado mucho. Enhorabuena!
el filosofo says
19 noviembre, 2011 at 23:49A mí me ha encantado… que bonito es dejarse llevar hasta perderse!! un beso