Abro una ventana de mi mente, miro al pasado y allí me veo, sentado en mi vieja mesa de madera repleta de libros y cuadernos. Entre tantos papeles, mi pequeña libreta, siempre rebosando de folios sueltos. Hojas llenas de lo que era, de lo que pensaba y sentía, de mi vida.
Y allí sigo peleándome con aquellos malditos deberes que no me dejaban pensar en lo que quería, en lo que realmente me apetecía. Entre tanta materia, un intento de poesía, un tachón y una vuelta a empezar. Al final siempre había algo que representaba lo que quería, no sé si bonito, pero real y mío.
Resulta que un día sentado frente a mi ventana miraba el Sol. Él, imponente brillaba y sus rayos atravesaban el fino cristal. La luz era clara y esquivaba las rejas desconchadas de mi ventana. Desde allí podía ver también la luz eléctrica, en una lámpara, en un patio en el que la luz del Sol no llegaba. La luz me parecía extraña y no entendía nada.
La luz del Sol me llegaba por la ventana y la eléctrica por unos escondidos cables metálicos, aunque tuviera una central que actuara cual astro artificial tras mi ventana.
De repente se oyó un ruido, se había fundido la bombilla de la lámpara, que era de hojalata, metálica como los cables que llevaban luz a aquel rincón al que no llegaban los rayos del Sol.
El Sol no tenía cables, o por lo menos no eran metálicos. En cambio, parecía una gran bombilla, sin lámpara ni hojalata, que daba luz a través del cristal de mi ventana.
Su brillo se reflejaba y producía más luz; la hojalata se oxidaba y perdía la suya. Se oscurecía, como aquel rincón de la lámpara que se veía desde mi ventana.
Hoy, sigue habiendo hojas en mi libreta, llenas también de mi vida, de lo que siento y pienso, de lo que ahora soy.
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