Frentes abiertos allá donde mirara. La ansiedad y las ganas se comían el poco resuello que le quedaba al inspirar profundo e intentar coger un aire que ya no existía.
La tensión y la rigidez del cuerpo le impedían hacer las cosas normales que cualquiera podría hacer en su día a día. El cuello entumecido, las articulaciones doloridas, el alma cayéndose a pedazos, sin una tirita a mano para poder mitigar el dolor al que ya se estaba acostumbrando a base de calambres en los músculos y cardenales en las entrañas.
Le pesaban las piernas, le pesaban las manos, los dedos agarrotados por una incapacidad física y mental que iba mucho más allá de un simple malestar.
Cerraba los ojos intentando que su cuerpo se relajase, que su mente desconectara del sufrimiento que la enfermedad le procuraba cuando algún contratiempo le sobrevenía, o simplemente cuando abarcaba más de lo que podía.No todos lo entendían. Cada día se levantaba sintiendo punzadas insoportables e incomprensibles para los que tenía a su alrededor.
Su mente y sus fuerzas se quedaban dormitando entre las sábanas, mientras luchaba un día más por ponerse en pie. Insomnio, pesadillas, incapacidad para ni siquiera dar una vuelta en la cama. Era la cabeza, las caderas, eran el cuello y la espalda. Eran sus manos, sus ojos, sus rodillas y todo su ser.
Un reto cada día para llegar al final con una dignidad que ya tenía perdida en el recuerdo de lo que fue y en lo que se había convertido. No quedaba ni rastro de la luz que siempre tuvo en su mirada, se miraba al espejo y se desdibujaba lentamente la silueta de la mujer que quería y no podía ser. ¿Dónde estaba esa criatura con empuje, con valentía, con ganas de vivir la vida y exprimirla? ¿Dónde su ilusión y dónde su alegría? Por más que buscaba en el reflejo que se proyectaba no encontraba nada, todo evaporado en el devenir de su vida. Hasta que ya no pudo más, y no quiso mirar por no encontrarse. Tapó los espejos, escondió sus complejos, se avergonzó de aquello en lo que se había convertido sin saber si algún día volvería.
Ropa ancha, gafas de sol, botas para intentar esconder sus piernas. Todo lo que hiciera falta para pasar por alguien que nunca fue. Ya daba igual su pelo, daba igual si se pintaba las uñas o si sus ojos, hinchados de soportar el dolor, lloraban una vez más.
Esta enfermedad le cambió la vida, la hizo sentirse pequeñita frente a todos, inferior al género humano. Se cansó de esperar una mejoría y se dejó llevar lentamente hacia una cama vacía. Esa era su única motivación, dejar pasar los días sin encontrarse con nadie y volver a las sábanas frías que se habían convertido en su mejor compañía.

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