Seguían pasando las horas en aquel recóndito lugar que era su refugio, su pedacito de independencia que había logrado salvaguardar a pesar de todo.
Se sentía en casa, cómoda, sin prisas y sin nervios.
Era un sitio alejado del ruido más mundano. No había gritos ni nadie arrastraba muebles en horas intempestivas en el piso de arriba. Apenas entraban un tímido rayo de luz por la pequeña ventana situada encima de su escritorio, no necesitaba más para recogerse en el que ya había convertido en su segundo hogar. Una vía de escape cuando necesitaba escuchar el silencio, una guarida propia donde únicamente la movía la inercia de escribir sobre una mesa desvencijada de madera.
Ni enchufes, ni ordenador, ni teléfono. Sólo ella a solas con su soledad y su frenética necesidad de ser cada minuto.
Allí pensaba, allí se olvidaba de recordar el larguísimo calendario que le marcaba el día a día. Allí era ella, descalza por un suelo helado que le reconfortaba. Allí volaba y allí aparcaba su rutina.
Por unas horas era feliz siendo libre, sin mirar el reloj ni la lista de la compra, se sentía bien, libre de las cadenas que la ataban a un mundo que se le quedó pequeño.
Era el sitio elegido para soñar despierta e ir fraguando el sueño que siempre quiso hacer realidad y se lo arrebataron.
Allí solo un boli BIC de los de siempre, con su capuchón azul, allí sus folios ordenadamente desordenados que ocupaban el espacio. Y ella en toda su inmensidad, en toda su grandeza, ella sin más recursos que nada, con más valentía que nunca, con menos miedo que nadie.
En ese agujero, pequeño y en ruinas, ella se hizo grande y se dejó llevar sin mirar atrás. Allí fue feliz mientras duró, allí olvidó su tristeza y recobró la fuerza.
Nunca fue tan feliz rodeada de nada, de nadie. Necesitaba estar sola y lo estuvo, y se demostró a si misma, que para vivir solo se necesitaba a ella.
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