Aquella mañana de domingo mi abuela me llevó de paseo, justo a los pies de la Giralda. Te sentías pequeñito ante tan grandioso monumento. Todo a tu alrededor te envolvía, un prodigioso duende correteaba en derredor y yo quise seguirle, allá dónde me llevara.
Concisa en la entonación, la abuela comenzaba sus relatos con aquello de, cuenta la leyenda. Entonces yo escuchaba atento, saboreando cada palabra, sin apenas pestañear, conseguía embaucarme.
Me habló del Convento de Santa Marta, popularmente conocido. Allí vivían unas monjitas en clausura, algo que en aquel entonces me costó entender. Una vida retirada, sin apenas contacto con el exterior, la presencia de Dios bastaba, cual emblema divino.
Poco a poco, a lo largo de los años, descubrí el sentido profundo de abrazar la vida contemplativa, pura necesidad del alma. La templanza brotaba de entre aquellas estancias y el silencio reinaba cual hábitat de lo espiritual. Ese duende estaba allí latente y eligió este bendito lugar para el más bonitos de los recuerdos.
La abuela me tomó de la mano, subimos varios escalones y nos adentramos en una especie de vestíbulo. El colorido de los azulejos me gustó, seguía con mi dedo sus dibujos perfilando las figuras que se entrelazaban. Alcé mi vista hacia un gran arco sobre la pared, alto y claro leí: “puerta del cielo”. La abuela me rogó que bajara el tono de voz.
De pronto mil dudas me asaltaron. ¿Era allí verdaderamente donde se encontraba el cielo? ¿Qué pasaría si yo cruzaba esa puerta? Pensé apenado, que cuando dejabas de ver a alguien, decían que estaba en el cielo. Entonces, ¿todos estarían allí, tras aquella puerta? Yo no quería que dejaran de verme, por tanto, decidí no cruzarla.
En aquel silencio, la voz de mi abuela me sorprendió. “Ave maría Purísima” colocando en una especie de mostrador con tablas de madera, unas monedas. No sabía a quien se dirigía, allí solo estábamos los dos. De pronto, desde el otro lado alguien contestó con voz apacible y calmada, “sin pecado concebida”. Las monedas desaparecieron y en su lugar una bolsa repleta de una especie de recortes blancos. No entendí nada, solo quería volver a verlo. Con la ayuda de la abuela, lo repetimos y totalmente ilusionado tomé mi bolsita.
Ese hermoso instante, cual ritual, sin duda fue arrebatador. Una receta artesanal centenaria se esconde tras ese torno que gira para el consumo turístico. Las monjas agustinas realizan para diversas parroquias las hostias para consagrar y venden los desechos de esas exquisitas obleas redondas, recortes de la Sagrada Forma Litúrgica. Vocación de vida, portentosa labor social.
Mística experiencia que no olvidaré, enteramente recomendable. Si allí se encuentra la puerta del cielo, no me importaría traspasarla. Un dulce recibimiento te brindan a tu llegada. Absorto en mis pensamientos, aquel duende supo inmiscuirse y musitó a mis oídos el mejor de los presagios: “¡Bienaventurada Sevilla, porque en ella está la puerta del cielo!
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