Sucedió en un planeta de nombre Naboo, centro galáctico del universo, para el deleite de toda civilización humanoide. El color azul intenso de su cielo despuntaba de entre ese globo radiante. Las diversas comunidades abogaban por la idiosincrasia de su territorio, cual derecho básico. Laberintos de pasajes y lugares sagrados hacían las delicias de la comunidad.
La princesa Amidala aguardaba impaciente la llegada de Anakin, su enamorado. Corrían malos tiempos, demasiados conflictos abiertos, por lo que lo prioritario era salvaguardar todo resquicio ofensivo, misión interestelar que le fue encomendada a la joven promesa de la Orden Jedi, Anakin, abogando siempre por la paz.
Sobre uno de los cuatro puentes que cruzaban aquel canal, Amidala se dejaba asomar sobre el agua calmada y un reflejo confidente, le hizo saber que Anakin había llegado. Ella guardó la compostura ruborizada brindándole un saludo un tanto comedido. Cual cicerone, mostraría encantada el planeta a su querido invitado y fue la plaza-palacio de Naboo, el punto de partida.
Con cierta lentitud y dificultad, R2-D2, les seguía un tanto aparatoso, pareciera hacer de celestina entre ambos, siempre leal a su princesa y fiel a su particular programación. El entrañable droide perdía los vientos por ese romance espacial.
La princesa quiso hacer gala de perfecta anfitriona y ensimismar a Anakin, ganando puntos en su acallada conquista: Estamos ante un majestuoso conjunto arquitectónico. La decoración es exquisita en azulejos que hablan por sí mismos de lo ya acontecido. Cuenta con dos altas torres en sus extremos, que se divisan desde cualquier punto del planeta. Una galería porticada invita a ser recorrida, perdiéndote en los artesones de un techo de madera, sostenidos por blancas columnas de mármol. Dicen que es una plaza que abraza a todo visitante.
Fue entonces cuando la princesa, en un conmovedor arrebato le abrazó sin más. El joven Jedi asombrado, se dejó abrazar. Ya pesaba tanta explicación, a pesar del encanto, y comenzaba a perderse en la mirada se su princesa.
El atardecer hizo de las suyas. Las tres lunas que orbitaban el planeta rindieron pleitesía a la hermosa pareja. Iluminaban con fuerza todo recoveco de la tan espaciosa plaza y entre susurros, una de ellas, en un intento de generosidad, acordó ocultarse, brindándoles una tenue oscuridad que desencadenó en un deseado y tímido beso.
Sucedió en Sevilla, esa Galaxia Hispalense…
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