El espacio escénico tomaba protagonismo cuando flautas y clarinetes, trombones y violonchelo comenzaban a sonar. Sin apenas llamar a la puerta, ésta se abría, cual telón. En silencio, con miradas cómplices, nos dejamos llevar, allá donde Fígaro quiso, con sus retazos de Celestina. El Conde de Almaviva y Rosina, nos cautivaron, presenciando ese idílico amor que se procesaban. Un sinfín de momentos se colapsaron llegando al culmen, atestiguando la grandeza de acudir a lo tan ansiado: una obra de teatro.
Siempre lo vi como algo lejano, no sabía si verdaderamente me lo podría permitir. Como si estuviera en otro nivel, de alto standing, a ese que ni tan siquiera yo rozaba. Eran otros tiempos, donde una joven estudiante paseaba por aquellos parajes al atardecer, camino a la facultad, y contemplaba de soslayo ese lugar idóneo donde perderse, sin pasar de largo y permitirme algún día, esa experiencia milenaria, de acudir a ese deseado espectáculo.
La ciudad, ataviada con carteles variopintos, atraía al público con su próxima función, esa que acogía el gran Teatro Lope de Vega. Se trataba de la ópera bufa por excelencia: “El Barbero de Sevilla”. Fue entonces cuando no lo pensé, todo estaba predispuesto, era la obra, era el teatro y tenía que ser el día.
El romanticismo se entrometió haciendo de las suyas, sentados en el mismísimo paraíso. Ahí, desde lo alto, disfrutando de las mejores perspectivas, sintiéndonos pequeñitos ante la magnificencia. Supe que tenía que ir con él. Descubrir como siempre a su vera y de su mano, mundo nuevo. Tocó sorprenderle, la tarde se antojó sin duda maravillosa, siendo testigos de excepción de las peripecias de aquella pareja de enamorados, junto a las nuestras.
El día llegó, y un tanto nerviosos nos adentramos en toda una exhibición de color y luces, donde un abanico de emociones nos seducía por momentos. El rojo y dorado engalanaban en su gran dimensión el patio de butacas, palcos y anfiteatros. Coronando el teatro una imponente lámpara de araña desplegaba su brillo por doquier, bañada en oro y níquel, su cristal derrochaba una portentosa luminosidad que hacía las delicias de todo aquel que la contemplaba.
Será estampa para el recuerdo. Si en unos instantes, cierro mis ojos, puedo saborear cuánto supuso. Una pizca de entrañables detalles salen sin más a relucir: falté a clase para poder comprar las entradas; un corazón palpitaba acelerado por una entrega inmediata y derretirme con su reacción; sentir como la música te atrapaba, conquistándote; ese beso de despedida que supo a tanto…
El teatro es ese lugar donde puedes, sin duda, fácilmente evadirte y empatizar con la magia que derrocha. La propia vida puede ser una obra de teatro, tal cual, siendo uno mismo el protagonista, sin dejar que ese telón baje.
Entonces pues, gocen, sin dejar de interpretar su único y mayor espectáculo…
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