No muy lejos del Bosque Terio, en las Rojas de Carmelian. El maestre se encontraba en compañía del zahorí Vári manteniendo una reunión privada. Ambos buscaban una razón para los inquietantes sucesos ocurridos la noche anterior.
—¿Cree usted lo mismo que yo? —preguntó el zahorí Vári al señor Fixex, que revolvía entre sus pergaminos buscando una respuesta.
—¡No sé lo que creo! —gruñó el maestre más agrio de carácter de lo habitual—. ¡Pero tengo un mal presentimiento! Uno, que incluye a la profetizada…
—¿La profetizada? Eso son leyendas, ¿de verdad cree que tras la muerte de la princesa Dikaz, habrá otra profetizada? Murió sin descendencia, como bien sabe, y es absurdo que digan lo contrario. ¡Hágame caso, viejo amigo! Se pierde usted entre habladurías, que desde luego no apoyo… No son más que cuentos de viejas. ¡Sin duda todo lo acontecido le está superando!
Pero el maestre Fixex no perdía su tiempo escuchando las exasperantes deducciones de Vári. Pues necesitaba todos sus sentidos para encontrar un pergamino muy peculiar.
—Sé que está por aquí, lo recuerdo como si fuera ayer. ¡Por mil unicornios! —gritó, enojado—. Ah… lo sabía. Estaba seguro de haberlo tenido en mis manos hace un par de días. Conviene no perderlo de vista, sobre todo, “si como creemos”, estamos en peligro.
En el rostro del zahorí se podía apreciar lo impresionado que estaba. Por supuesto, ya conocía la alquería del señor Fixex, que se encontraba lejos de ruidos y curiosos, a las afueras de las Rojas de Carmelian. Sabía también que este se apoyaba en el desorden para hallar su propio orden. A pesar de ello, no dejaba de sorprenderle el desastre que había provocado, buscando un pergamino que casualmente se encontraba a la vista, al alcance de su mano.
—¡Bien, amigo mío! ¿Qué habéis encontrado? ¿Y cómo puede ayudarnos? —preguntó Vari, algo más tranquilo.
—¡Algo muy importante, mi estimado amigo! —dijo el señor Fixex, acercándose a la mesa y levantando el pergamino hasta la altura de los ojos de su invitado, que se acercaba con curiosidad para observarlo con detalle. Por sí, a simple vista se percibía algo que lo diferenciara… Y, justo en ese momento, el maestre se inclinó soplando con fuerza sobre el antiquísimo documento, lo que provocó que todo el polvo acumulado por quinquenios cayera directamente sobre el rostro de su curioso amigo que, se incorporó molesto, tosiendo, al tiempo que sacudía sus ropajes.
—Sé que no tenéis mala intención, pero a veces… A veces, no es suficiente con eso para aguantar vuestros descuidos.
Luego Fixex dio un fuerte golpe en la espalda del zahorí para ayudarlo a retirar el polvo de su garganta, al tiempo que le increpaba.
—¡Vamos! ¡Vamos, vamos! No sea tan agresivo en su juicio, no es para tanto.
Poco después, el pergamino estaba sobre la mesa y ambos examinaban atentamente cada una de sus palabras…
—Estoy muy decepcionado. ¿Está convencido de que no hay más? —preguntó el zahorí, frustrado por el descubrimiento.
—¿Yo? Me siento muy confuso. Se esperaría algo más que una frase al pie de un documento de esta envergadura. No, no encuentro mi lupa. ¡Léala usted!, ¡con suerte su contenido tendrá más peso de lo que aparenta! —dijo inquieto, registrando sus bolsillos. Mientras el sabio lo desplegaba, ante él, sin dejarlo acabar.
—Puede que tengáis razón. Veamos, aquí dice:
«¡La profetizada llegará tras el círculo ámbar y gualda!».
¡Me sorprende! —manifestó Vari.
—“Ah, pero lo comprendéis”. Entonces el asombrado soy yo, “siempre he pensado que ese título de sabio guía del pueblo le venía grande”, —manifestó el maestre.
—Eh, no, ¡no le entiendo! Pero no me distraiga, necesito que me diga desde cuándo…
—¿Desde cuándo, qué? —replicó el señor Fixex.
—¿Desde cuándo tenéis este documento en vuestro poder? —preguntó el zahorí Vári, muy alterado.
—¿No sé de qué habla? Lo recuerdo desde siempre entre los papiros de la familia.
—¿Desde siempre, incauto, y, aun así, ostentáis el título de maestre? ¿Nunca os dio por abrirlo? Esta es una página del Sagrado Libro. “No debe estar aquí”. ¡Su lugar está en la Fortaleza Amatista, bajo la protección de los hombres!
—¡No estoy de acuerdo!, —gritó el señor Fixex—. Este documento se encuentra en posesión de mi familia desde el inicio de los tiempos. ¡Pasando de mano en mano en el último aliento de vida del duende maestre custodio, junto con un extraño mensaje!
—¡Un mensaje! ¿De qué mensaje se trata? —preguntó Vári, confuso.
—Pues veréis, la noche que mi padre lo puso en mis manos, yo había bebido más aguamiel de lo aconsejable. Así que lo escribí en un pequeño papel y lo oculté tan cuidadosamente que no he logrado encontrarlo desde entonces.
La cara de asombro del zahorí Vári lo decía todo—. ¡De acuerdo! ¿Por dónde empezamos?
Entonces, el señor Fixex se levantó y, sacando una llave de su calzón, volvió a colocarse sus ropajes ante la mirada de su invitado que no daba crédito a lo que estaba viendo…
Pero tranquilizándose al comprobar que todo aquello tenía sentido. Al ver cómo este se agachaba con dificultad para retirar la alfombra del suelo desvelando una trampilla.
—Vamos, mi desconfiado amigo —dijo el señor Fixex tirando de la aldaba—. ¿A qué esperáis? Coja esa lámpara de aceite para colgarla en el gancho de la escalera y baje. Estoy convencido de que lo oculté en mi biblioteca privada.
Al escuchar estas palabras, el señor Vári se sintió aliviado. ¡Pues el preciado manuscrito estaba a buen recaudo bajo el estricto orden de una biblioteca secreta! No tanto al comprobar que la mencionada biblioteca no era tal. Pues reinaba todo menos el orden entre aquel sinfín de pergaminos apilados por el suelo formando montículos y montículos, o en viejas estanterías saturadas de gruesos velos de telarañas.
—¡Vamos, vamos! ¡Hay mucho por hacer! ¡Por mil unicornios! Hace horas que amaneció. Se esperaría de él que fuera más resuelto —murmuró el maestre renegando entre dientes de su amigo.
Mientras… A tres días a caballo de allí, en Palacio, la reina permanecía sentada junto al lecho del príncipe Zeldriz. Una lágrima le recorría la mejilla. No sufría la soberana. Lo hacía la mujer enamorada en secreto del más compasivo y honrado de los príncipes de Turmalina.
—Lo recordáis…
«Ocurrió sin apenas darnos cuenta, éramos tan jóvenes. Sabes, lo que más añoro, es la felicidad de aquellos años, cuando solo era una princesa más, con libertad para decidir…».
Eso es lo que más me daña. Me niego a aceptar la propuesta de matrimonio hecha por Ser Lorbéi Onnei —afirmó, aun sabiendo que era el zahorí más acaudalado del reino y que se le conocía por conseguir aquello que deseaba sin pensar en las consecuencias…
—¡Creo que en él vive esa oscuridad, de la que tantos me habían advertido! Al igual que en su hijo Ser Blazéri Onnei, que ansía la corona desde que puedo recordar. Pero ahora ya nada de eso importa. ¡Sabes que te amo, lo sabes mi amor! Pero como soberana, no puedo elegir a mi compañero hasta cumplir la edad, ¡y aún faltan cuatro lunas!
Lo recuerdas, amor mío, mi corazón se rompió aquel día, pensé que no nos volveríamos a ver. Fuimos unos incautos al pensar que algún día nos casaríamos. Pero todos nuestros sueños se desvanecieron cuando mi padre entró en mis aposentos:
Levántate, hija, esta noche serás coronada reina. ¡Vuestra predecesora ha muerto!, aseveró.
«Sin embargo, nadie sabía cómo. Su muerte parecía rodeada de dudas e incógnitas. Cómo cuando fui coronada sin apenas información, en una ceremonia inusual, privada y celosamente custodiada. ¿Cómo podía saber entonces que hoy recogería la oscuridad que rodeaba aquella muerte?».
Pero hay algo que ahora sé. ¡Desde entonces! He aprendido lo suficiente como para comprender que las arcas del reino no están preparadas para asumir una guerra—. ¡Te necesito, Zeldriz! ¡Nunca pensé que fuera necesario preparar mi reino para la guerra, amor mío! Últimamente, pienso mucho en las enseñanzas de mi Amma —dijo, recitándolas con nostalgia…
«Tras siglos de lucha, los reinos vecinos comprendieron que debían formar un único reino». Hósiuz, sería su nombre. En él se blandirían estandartes de los ocho Reinos jurando unión y paz. Y por eso este es un reino próspero, mi niña».
¡Un reino de paz, eso fue lo que me enseñó mi Amma!, —susurraba cuando de pronto la señora Zolarix entró en la estancia.
—¡Majestad! Debería retirarse a descansar, yo me quedaré con él —dijo acercándose al paciente para colocar un paño húmedo sobre su frente—. Le irá bien para combatir la fiebre —aseguró la anciana, que se extrañó al verlo tan desmejorado—. ¿No debería haber despertado? —preguntó, inquieta, evitando pensar en la causa.
—¡Me temo que no lo hará! ¡El crisólito se niega a ayudarlo! —aseguró Tahíriz, mientras Zolarix la miraba, horrorizada, comprendiendo el alarmante sentido de aquellas palabras. Luego, ¡corrió tan rápido como se lo permitieron sus cansadas piernas y cerró las puertas!
—Mi niña… ¿Cómo no me habíais hecho partícipe de esto? ¡Nadie debe entrar aquí! ¡No! ¡Hasta que consigamos solucionarlo!
—No he podido evitarlo, Amma… ¡He luchado contra ello desde niña y mi esfuerzo ha sido en vano!
La señora Zolarix la miró enojada.
—¡Pues debería! Solo hay una razón para que el poder de una reina bendecida con el crisólito no surja el efecto deseado…
Que esta se encuentre unida por un lazo de amor a la persona que desea ayudar… Sabe también, como yo, que no está permitido. ¡No hasta que cumpla la edad! Y aún faltan muchos días para la primera luna de Tauro. ¡Por el cielo, mi niña, en qué estaba pensando! Si esto se sabe, será derrocada y, el pueblo caerá en desgracia. Tiene que olvidarlo, ¿me oye? Si ama a su pueblo, ¡lo hará! Solo así salvará la vida del consejero, y las nuestras.
En ese instante la reina se levantó y caminó hasta el gran batiente que daba paso a los jardines y durante unos segundos observó el cielo, abrumada por ese cristal oscuro saturado de estrellas, que abrazaba con impecable armonía la rojiblanca luz de la nebulosa de la Araña…
—Es terrible, ¿no es cierto? La Deidad nos observa, ¿cómo algo tan hermoso puede ser tan temido?
—¡Las leyes no escritas forman parte de nuestro mundo desde el principio, mi niña! Y no creo que la filosofía sea el camino que está buscando.
Escuche, no hay otro camino que la obediencia, y por más que lo desee, ¡eso no cambiará la dirección arbitral del destino! Ellos deciden y nosotros solo podemos respetarlo y procurar no cruzar la línea establecida.
—No, Amma, ni él, ni yo cruzamos ninguna línea. Cuando este sentimiento —que hoy me repruebas— brotó en mi corazón, cuando brotó en el suyo, el crisólito no formaba parte de mi cuello.
Fue entonces cuando la señora Zolarix caminó hasta estar junto a ella, y con la mirada perdida en las luces del reino, manifestó:
—Obsérvalos. ¿De veras cree que ese amor del que habla podrá sobrevivir a semejante sacrificio? No lo hará, mi niña…
Tahíriz levantó el gesto y pensó en las palabras de su Amma sin retirar la mirada de su pueblo. Después, caminó en silencio hasta el lecho de su amado, cruzó las manos envolviendo su cintura y dejó que las palabras surgiesen de su garganta.
—Tienes razón como siempre, Amma… No hay amor que sobreviva al sufrimiento de todo un reino. Ahora, deseo escuchar todos los detalles que rodean el incidente que mencionó anoche tras la llegada del consejero Zeldriz. ¡Quizá tras oírlo consiga reunir las fuerzas que me faltan!
La señora Zolarix metió la mano en su pecho y sacó de él una crisálida.
—Por favor, podría colocar las manos en forma de cuenco, mi niña, y no las abras hasta que todo haya terminado —dijo la anciana, y con sumo cuidado dejó el grisáceo capullo posado sobre ellas. Después sacó unas gotas de su pequeño y descolorido zurrón, para humedecerlo, y al contacto de su dedo.
—Euq ol elevs’ aed… —pronunció—, y la crisálida comenzó a crecer hasta ocupar con su volumen la mitad del espacio, poco después se abrió.
—¡Con cuidado, mi niña! Es un pequeño Ovalí perdido en sus sueños.
—Pobrecito, ¡apenas es una cría! ¿Cree que el consejero Zeldriz padece el mismo mal? —preguntó la reina.
—No sé qué decir… Me lo entregó la mujer del cocinero, y ayer por la mañana el mismo Turig me informó de lo sucedido con la cría tras darle fruta.
Se trataba de la misma fruta que preparaba el señor Turig para vos… Anoche, mientras os esperaba, lo entendí todo. Por alguna razón el enemigo no os quiere muerta. Por ello usé los poderes de la madre encina para ocultarlo hasta vuestro regreso, pensé que, viéndolo, ¡entenderíais la gravedad del problema y sabríamos los días de vida que soportaría la pobre cría antes de morir! Quizá no ocurra… Quizá solo permanezca dormido —dijo, mirándolo, muy preocupada.
Entonces Tahíriz posó su mano sobre el malogrado animal, y a su contacto.
—Las ed ut oñeus… —pronunció, pero la oscuridad envolvió el pequeño cuerpo, confirmando las temidas dudas de ambas. ¡Ya estaba muerto!
Fue entonces cuando la señora Zolarix llevó las manos a su cuello, y cogiendo el más simple de sus collares, lo extrajo por su cabeza para entregárselo. Desde ese preciso momento, pareció verse desmejorada. Pues le había entregado la raíz de su milenaria vida a su niña…
—No puedo aceptarlo, Amma —dijo Tahíriz, rechazando el valioso presente—. ¿Cómo podría? ¡Sé el poder que alberga! ¡La diosa os lo concedió para proteger vuestra vida, no la mía!…
—Os equivocáis, mi niña… ¡Me lo entregó Tiulem Nor! Una célebre tarde, cuando aún era joven. Tras ser coronada reina. Algo más que improbable, debido a su lejanía en la línea de sucesión. Pero la guerra se encargó de que eso también cambiara…
Parte de la ceremonia de coronación consistía en entregar una gracia para el reino de forma humilde, como compromiso con el mismo, y así llegó a mis manos. ¡Y aunque ya tenía mis años! Aún lo puedo ver al cerrar mis ojos con total nitidez —dijo recordando a la reina Nor.
«Os hago entrega de esta gracia… ¡Más debe comprender que solo es su portadora! Protégela y en pago ella os protegerá a vos, hasta que sepa a quién pertenece…».
Aún reacia, Tahíriz inclinó la cabeza y permitió que la señora Zolarix le concediera la gracia, cayendo enferma sobre el regazo de la reina casi al instante, mientras murmuraba.
—Mhiva… ¡Mhiva, sabe dónde está! Ella… ella…
Desde ese momento, la reina veía cómo la señora Zolarix, su apreciada Amma, se consumía. Ante aquel horror, su primer impulso fue quitarse el collar, ¡pero para su sorpresa, la preciada gracia perdía el brillo al ser retirada de su cuello! Pues se había sellado el vínculo y la piedra de luna se había unido en comunión con la Olivina de su cuello.
—¡Amma, por favor! ¡No… no… no! No quiero el collar. ¿Me escucha? No le he dado permiso para hacer tal cosa. ¿Amma…? ¡Contésteme! ¿Cómo? ¿Cómo puede ayudarnos, Mhiva?
Justo entonces, el suave contacto de una pequeña manita llamó su atención.
—¡Venga conmigo, majestad, el tiempo apremia! ¡Pronto llegarán las doncellas!
—¿Ir con vos? ¿Ahora?…
Mhiva sabía que había llegado el momento de revelar la legendaria existencia de un espacio insólito oculto en las mágicas aguas…
«Su emplazamiento era seguro y así debía continuar», pensó, mirando la puerta y tras acercarse a ella, decidió que no había lugar para ser molestadas…
—Ecena’ amrep adarr’ aec… —pronunció y con el sutil contacto de sus yemas rozó el ojo de la elegante cerradura, ¡sellando así los aposentos de la reina!
—¡Sé que la señora Zolarix os es muy querida, majestad, y que en este momento se encuentra superada por lo ocurrido, pero necesito que confíe en mí! Acompáñeme… Lo que voy a contaros debe hacerse ante las aguas de la poza.
—No… No lo entiendo, Mhiva… ¡Amma está!
—¡Lo sé, majestad! —contestó con dulzura la Atydhia, cogiendo su temblorosa mano—. Sin embargo, es lo que ella desearía —afirmaba guiándola al exterior. Poco después, ambas cruzaban el puente en silencio hasta llegar a la poza.
Clic… Clic… Clic…
Mhiva jugueteaba con sus deditos, que al contacto con las aguas desaparecían camuflados por ellas.
—Mucho debo explicarle antes de despertarla… ¡Hacerlo desencadenará la caída de la joya! —dijo la pequeña pausadamente, con tranquilidad.
—¿Joya? —preguntó Tahíriz volviendo la vista atrás, ¡porque la anciana aún yacía enferma en sus aposentos! Pero recordando sus últimas palabras, se doblegó—. Habláis de la joya de Dikaz. Amma me contaba historias sobre ella. ¡Fue una gran guerrera! Y la última poseedora, según la leyenda.
—¡interesante! Pero nunca ocurrió tal cosa —aseguró Mhiva—. Le fue entregada a la princesa Nor, durante una brutal batalla en las tierras terias:
«Por entonces, el primer descendiente en la línea de sucesión era el noveno hermano del rey Uzcam de Viggo, a excepción de ellos dos que aún se mantenían a salvo.» Todo el linaje de los Viggo se había perdido. La guerra ensuciaba su tierra y el aire del bosque era difícil de respirar… A pesar de ello, una joven guerrera de las filas enemigas había sobrecogido el corazón del rey Terio.
»… Ella se llamaba Dikaz, y fue ganándose el interés de Uzcam durante las múltiples batallas, enamorando al rey con la pureza bélica de la diestra profetizada, porque en su coreografía derrotaba uno tras otro a los guerreros del bosque, pero sin derramar ni una sola gota de sangre teria. El rey y ella establecieron una compleja relación hasta que, finalmente, se unieron en secreto ante la diosa encina, que les concedió en agradecimiento y como presente por los esponsales una ceremonia de eclosión. Así, la joven profetizada pasó a formar parte del bosque terio. Y juntos decidieron dar una oportunidad al tratado para poner fin a la guerra…
»Pero la Deidad aún no se había cobrado el pago por aquello a través de las leyes no escritas… Y durante el segundo equinoccio de su secreta vida en común, murió el único hermano de Uzcam y, poco después, este y su esposa fueron atacados brutal y encarnizadamente.
»… Dikaz cayó de su montura, que volaba desbocada para despistar a su feroz atacante. Pues Toxfat surcaba el cielo con la intención de matarlos. Dikaz yacía muerta cuando su marido retiró los ropajes con los que ocultaba su último mes de embarazo. Aquel día, el rey Uzcam ejerció de comadrón y, cortando el vientre inerte de su amada, extrajo de su interior a la primogénita con vida de dos linajes muy poderosos; ahora ya sabe cómo perdió la profetizada su vida. Por desgracia, ella no consiguió superar el ataque de la bestia… Por el contrario, su esposo, el rey Uzcam, pudo sobrevivir hasta llegar a la que desde ese día sería su predecesora, pidiéndole con su último aliento un peligroso favor y entregándole, lo que a simple vista no era más que un prendedor, pero ella había sido testigo del poder de la joya. Tanto como de la buena voluntad de la profetizada, a la que conoció y lloró al saber de su pérdida, pues la necesidad de paz las había convertido en fieles amigas…».
Tahíriz escuchaba el relato de la pequeña Atydhia y, comparándolo con las enseñanzas de su Amma, añadió:
—Pero entonces la leyenda de esa extraordinaria arma que puede quintuplicar su perfecta forma de hoja, y que con un solo roce de su anguloso filo paraliza al enemigo, ¿es cierta? Nunca pensé en su paradero hasta hoy y ahora es un enigma.
—¡No para mí! La reina Nor la entregó a la princesa elfa Híz cuando aún era una niña —dijo Mhiva, cogiendo con ternura las manos de su reina para mostrarle el pasado:
«La joven reina Nor consolaba a la pequeña…
»Toma este, Híz, no llores, por tu prendedor perdido. «Más no digas a nadie que te lo di, o deberás devolverlo».
Mhiva retiró sus manos un instante.
—¿Lo entendéis ahora? Tiulem reconoció con su gesto a la pequeña; sus actitudes le recordaban a su amiga, la legendaria profetizada.
Tras estas breves palabras, volvieron a unir sus manos. Era necesario que Tahíriz escuchara algo más…
«Tiulem se encontraba a los pies de Híz instruyéndola sobre la honorable procedencia del prendedor».
«¡Perteneció a una guerrera fuerte y poderosa como lo serás tú algún día! ¡No en pocas ocasiones prendió del cabello de la guerrera, ayudándola a salir victoriosa de épicas e inolvidables batallas!…».
Las imágenes aún no habían desaparecido de la retina de Tahíriz cuando Mhiva aseguró.
—Tres jornadas, majestad…, puede que cuatro. Después, esté o no preparada la princesa Híz, se suscitará la metamorfosis y la joya revelará su poder a la profetizada.
—¿Híz Tidartiz? ¿Hablas de la hermana del consejero Zeldriz? —preguntó la reina, sorprendida.
Mhiva afirmó en silencio.
—¡Hazlo!… —ordenó Tahíriz—. ¡Ahora! Debemos poner fin a esto… Mi querida Amma y el consejero nos necesitan.
—Aún hay algo más, majestad —dijo la pequeña Atydhia…
—Etale’ avsed olos etna im… —pronunció Mivha, mostrando con el gesto de su mano el secreto de la poza.
«Un pequeño palacete oculto, custodiado por la propia Mhiva y más que suficiente para ocultar a ambos pacientes».
—Rápido, tiene que ayudarme. Eleris ya no tardará y debemos conducir al consejero y a la señora Zolarix al palacete.
El traslado les llevó más de treinta minutos, y ambas regresaron justo a tiempo para que Mivha anulara el conjuro del pomo de la puerta, que se abría lentamente poco después por la señora Horig a petición de la primera doncella que, tras buscar a la señora Zolarix y no conseguir encontrarla, decidió bajar a las cocinas y pedir consejo a la cocinera.
—Con su permiso, majestad. Lamento la intrusión, pero no encontramos a la señora Zolarix…
—Pase, y haga pasar a las doncellas. Amma se ha visto obligada a dejar sus menesteres por unos días. Espero que no le suponga un inconveniente.
—En absoluto, mi señora. Anoche mismo se reunió conmigo en las cocinas y me dejó todo tipo de instrucciones…
—¿Anoche? —replicó Tahíriz, pensando que su querida Amma no estaría con ella —por primera vez— desde que fue coronada.
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