Noche de verano de finales de los 90. De calor, sudor y ventanas abiertas.
Con el ensordecedor ruido de los aires de los vecinos, me desvelo de nuevo. Otra vez, en noches distintas, pero siempre igual, con el susto húmedo como compañía.
Comprendo que no habrá sueño para los noctámbulos y que, quizás, lo mejor sea la sumisión a la realidad y formar parte del entorno.
Levanto mi pegajoso cuerpo despegando las sábanas de mi desnudo cuerpo, me siento y me busco en algún reflejo. Me alegro que no haya espejos que me permitan disfrutar de este lamentable momento.
Consigo levantarme mientras me entretengo mirando los lomos de unas viejas revistas.
Parece que parte del calor existente se disipa con la expectación que suscitan en mí unas hojas antiguas que estaban en el olvido.
De repente, un leve ruido llama mi atención. Viene de fuera de mi habitación. Tras sopesar si alguien ha entrado en mi casa, caigo en la cuenta que no era ni tan rico, ni importante, ni estaba en un barrio preocupante.
Ese sonido que me sobresaltó, pese a su baja intensidad, provenía de la ventana… y al asomarme, tras abrir la reja, la vi a ella buscando en el infinito su propio reflejo.
Otra alma vagabunda de las noches infinitas de verano.
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