Desde la infancia, uno sueña con el éxito, con una carpa central iluminada y un foco de esos gigantes que te marcan un círculo muy luminoso en su pies y sentirte grande, poderoso, único.
El show es lo de menos a esas edades porque el juego consiste en ser una especie de superhéroe con toda clase de poderes: el malabarista con más destreza, el hombre bala más volador, el faquir que aguante el dolor con más valor, el domador más valiente y cualificado para amansar a grandes fieras o el ilusionista más espectacular, mientras te sigue costando esconder una bolita de papel en un bolsillo diferente.
Con los años, uno se da va dando cuenta que para ciertos espectáculos mejor usar red, traje ignífugo y bajar la altura de la cuerda para que la resaca del porrazo dure lo menos preciso.
Cuando peinas canas, nada de meter la mano en la boca del león, ni tratar de engañar a elefantes. Con suerte, conseguirás crear un número circense donde se rían los más pequeños a sabiendas que sus mayores se quedarán con cara de… ¿otra vez el mismo juego?
Y es que la vida es así; te ilusionas, la ilusión se hace gigante y poco a poco se van apagando focos, empiezan a crecer los enanos, a quedarse calva la mujer barbuda y terminas asumiendo que llevas toda la vida haciendo el payaso, dibujando tu mejor falda sonrisa y tratar de no quedar con el culo al aire más de la cuenta.
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