La corona de tu alma cayó hace poco ante mis pies. Observarte, en este instante, rememora
en todos nosotros las ruinas a las que sometiste el estado de tu vivo imperio. Resulta
patético que te hayas permitido este estado doliente de tus presos aromas, príncipe de
sueños, pese a todo aún estremeces la tierra con la que se revistieron las arenas de todas tus
ingratas providencias.
Medito un poco en lo ocurrido, medito en las cosas que me dijiste antes que tu cabeza
rodara, o más bien la corona adornada con hojas y joyas que no dejabas de contar con los
dedos de tus pies hechos de brea y de excremento. Pero tu cabeza no rodó, fue tu poder
dormido. Tus premoniciones, tu grandeza, tus estrellas, tu estampa y gratitud herida.
Me diste un hijo que ahora es soberano de tulipanes renuentes a morir y, yo, en cambio, te
entregué mi vida de espuma de mar, de desnudadas gratitudes; sino supiera como
contemplar tus ojos con los ojos que aprecian el futuro en el que te sumerges día a día,
tarde a tarde, noche a noche en tu voz y la capacidad que conservas el progreso de las cosas
que caen desde lo hondo del océano.
Mírame tan sólo a mí, observa como mis manos te llaman. Mis orejas labran cosmos en tus
edenes, y al partir, al mantenerme entre tus brazos viviré para rendirte tributo.
En cada eón que camine ante la etérea juventud de mis dominios, te haré el amor en mis
recuerdos, me hallaré sometido a tu gozo como el doncel de furiosas estampas que soy; y te
honraré hasta que todas las virtudes y atributos caigan desde la fuente de tus manos, y
soñaré contigo, mi payaso coronado.
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