Érase una vez un superlativo y muy fértil valle en tierras andaluzas, bañado por el inconmensurable caudal del río Guadalquivir, que recorría sus caminos como una serpiente gigante gigante de piel brillante y plateada. Yo, Fernando,Rey y Santo, fui testigo de su esplendor mucho antes de que mis tropas pisaran aquellas benditas tierras. Me guiaba la certeza plena de que Sevilla no solamente era una ciudad en el mapa, un reino más, sino un destino marcado con una X aún más superlativa que ese propio valle donde se encontraba, por la mano del Altísimo.
La totalidad comenzó a fraguarse cuando, siendo adolescente este Rey que versa, poseí nocturnidades donde las ensoñaciones me llevaban a una ciudad de torres altas, tejados dorados que se reflejaban en aguas tranquilas, y azoteas con ropa inmaculada tendía, aunque con algún que otro harapo, rodeada de campos verdes y colinas muy poco pronunciadas. En aquellos sueños, Sevilla ya estaba allí y se me aparecía como una promesa de paz y esperanza. Me dije que si algún día pudiera llegar a esa tierra, no sería con ánimo de conquista, sino con un propósito divino: proteger y enaltecer la creación de Dios y su bendita Madre.
Cuando mis hombres y yo llegamos a Sevilla, la ciudad era una maravilla sin parangón, en cuanto a arquitectura y cultura se promulgaba. Se erguían majestuosos palacios y templos, y en sus calles sonaban risas y voces alegres. Recuerdo que un anciano del lugar me contó que Sevilla había sido fundada por un héroe griego, Hércules, y que había pasado por manos de romanos, visigodos, y árabes, cada uno dejando su huella en su belleza. Imagínate, pequeño infante, la dicha que tienes de pisar esos adoquines por donde pasaron todos los más grandes imperios y personajes de la historia. Y así, como compendio de todos, brota la majestuosidad de la Sevilla que conoces, habitas, vives y disfrutas.
Me maravillaba la mezcla de culturas y la riqueza que en ella se había forjado. Entendí que Sevilla no debía cambiar; debía conservarse y crecer como símbolo de unión, fe y respeto. A mi juicio, Dios había puesto su arte más puro al crearla. Alzamos templos, fortificaciones, y dimos a la gente esperanza y fe, sabiendo que la ciudad estaba destinada a ser faro y refugio.
Desde aquellas fechas, Sevilla se convirtió en una joya, en el reino que mandaba en mi corazón. La amé como a un hijo, me enamoré como si fuera mi novia y la guardé con celo, prometiendo que la protegería, porque allí encontré, bajo el cielo azul y en los reflejos dorados del Guadalquivir, la más bella obra de Dios en esta tierra. Y así, Sevilla floreció y seguirá floreciendo…