
Elena se miró en el espejo del baño, buscando una respuesta en los ojos que se reejaban ante ella.
Eran los mismos ojos que siempre había tenido, pero hoy parecían más cansados, más llenos de dudas. Tenía 39 años y, aunque su rostro mostraba las huellas de la vida, aún conservaba una juventud vibrante que no podía ignorar. Sin embargo, había algo en su interior que no podía callar: un vacío que la perseguía como una sombra persistente.
Había pasado la mañana corriendo entre reuniones, enviando correos electrónicos, recogiendo a su hija del colegio, arreglando el caos doméstico, atendiendo a su madre que, cada vez más, necesitaba ayuda con sus problemas de salud. Y, al nal del día, cuando la casa estaba en silencio y las luces se apagaban, Claudia no podía evitar sentirse… insatisfecha, vacía, triste, incompleta.
La frustración le pesaba como una losa, pero no podía hablar de ello. Nadie lo entendería. Después de todo, tenía una carrera exitosa, una familia que la adoraba, un hogar bonito. ¿Cómo podía quejarse cuando tantas otras mujeres tenían problemas más grandes? Pero eso solo la hacía sentir peor: su dolor se sentía como un lujo que no tenía derecho a experimentar. ¿Cómo podía ser tan egoísta?
El problema no era solo la presión que sentía por cumplir con todo lo que se esperaba de ella. Ni siquiera era la carga de tareas que, por más que se esforzaba, nunca terminaban. El verdadero problema, el que la mantenía despierta por las noches, era esa constante sensación de no ser suficiente. No lo era para su jefe, que siempre le pedía más. No lo era para su esposo, que, aunque la amaba, ya no veía las pequeñas señales de agotamiento en su rostro. Y, lo peor de todo, no lo era para sí misma. Cada vez que se miraba al espejo, veía a una mujer que ya no sabía quién era realmente, más allá de las etiquetas de madre, esposa, profesional, amiga… Pero, ¿quién era Elena, la mujer detrás de todas esas responsabilidades?
La lucha con su cuerpo era otro campo de batalla constante. Había tenido una hija a los 35, y desde entonces, su cuerpo ya no era el mismo. Las caderas más anchas, la piel menos rme, las arrugas que empezaban a aparecer alrededor de sus ojos. Sabía que el tiempo pasaba, pero no podía evitar compararse con las imágenes ltradas de mujeres perfectas que veía en redes sociales, mujeres que parecían tenerlo todo: el trabajo, la familia, el cuerpo en forma y una sonrisa impecable. Y ahí estaba ella, frente al espejo, con una celulitis que no se iba con nada, luchando por encontrar un momento para cuidarse.
A veces, se preguntaba si sus sueños habían muerto silenciosamente, ahogados por las exigencias diarias. Recordaba cuando quería ser escritora, cuando soñaba con viajar por el mundo, cuando imaginaba una vida distinta. Pero con los años, esos sueños parecían desvanecerse, reemplazados por las tareas y responsabilidades que nunca dejaban de llamarla.Elena se sentó en el borde de la cama, el cansancio pesando en cada bra de su ser. ¿Por qué no podía ser feliz? ¿Por qué, con todo lo que tenía, sentía que siempre le faltaba algo? Sabía que se estaba ahogando en la constante comparación con otras mujeres, con la imagen de la perfección que la sociedad había creado. Pero, sobre todo, sentía una rabia callada. Una rabia hacia las expectativas que se habían impuesto sobre ella, una rabia hacia el mensaje tácito de que las mujeres tenían que ser capaces de todo, siempre con una sonrisa, siempre dando el 100%, mientras se sacricaban sin descanso.
La mujer moderna, pensó, está atrapada en una jaula invisible. Le han dicho que ser madre y profesional es lo único que importa, que su valor se mide por lo que puede dar a los demás, no por lo que se da a sí misma. Y aunque lo había hecho todo bien, aunque había jugado según las reglas, algo dentro de ella gritaba que no era suciente.
Finalmente, tomó una respiración profunda, dejando que las lágrimas se deslizaran por su rostro. No se sentía derrotada, pero sí entendía algo fundamental: ya no podía seguir en la carrera. Necesitaba redibujar su vida, tomar un receso, escuchar su propio corazón y darle voz a ese espacio vacío que había ignorado durante años. Porque, al nal del día, lo único que importaba era encontrar paz consigo misma, dejar de vivir para cumplir con las expectativas ajenas y empezar a vivir para ella.
Esa noche, antes de dormir, le prometió a su reejo que se tomaría un tiempo para descubrir, por quién era sin todas esas etiquetas. Porque la mujer que veía en el espejo ya no podía seguir viviendo en función de lo que los demás esperaban. T enía que aprender a ser la Elena que ella misma merecía ser.
Y en esa promesa, encontró la esperanza que tanto le faltaba.
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