
ACTO DIEZ
Adorna el plato con los frutos que le han atraído desde el nacimiento, al pequeño ser que se ha integrado como huésped especial a su castillo abandonado. Sus dedos esqueléticos acarician las rojizas formas, agregándole el dulzor que sólo él puede administrar. Los frutos están encantados. Pudo haberles colmado de un hechizo aterrador, pero piensa en que quiere ver mutar el rostro que tanto tiempo imaginó en sus sueños y en sus pesadillas, y por eso hace el hechizo diferente, desea verle sonreír. Es un arreglo que él mismo ha preparado, y entre los frutos se mezclan otros; todos forman un arcoíris de sabores y colores. No puede ya pensar en negrura, porque ya no la contempla como lo hacía antes de que él llegara a su vida. Además, le ha preparado un pastel con los frutos que tanto le encantan, y éste corona el centro del plato.
Junto al plato hay un libro, y en el libro escrita una historia. La historia narra una dulce balada de avecillas cósmicas y como el amor vence a la oscuridad. Cuenta allí la historia de su creador, y como él mismo nació y nacieron sus deseos por crearle y adorarle en la intimidad de todos los sueños que había imaginado hacer realidad. Desea que la lea mientras degusta su obsequio. Ha iluminado todo con luces que se concentran en lo alto, como una guirnalda. Como las llamas de las velas, flotantes.
El narrador disfrazado con hábitos elegantes, repasa las hojas del libro. Sus uñas ofrecen toques a los bordes. Para él no ha preparado nada, pues ¿qué podría degustar un ser como él? Sólo el sabor de la amargura, la alegría, la tristeza que poseen las palabras. Las historias son su alimento.
Decide que el pequeño irá al pueblo de las luces, donde las lámparas se encienden noche tras noche para traer un poco de luz a las vidas de los mounstros y criaturas que moran allí. Conocerá a través de él lo que le rodea, y no le ocultará nada más.

Deja una respuesta