
Nunca tuve miedo a nada. Siempre la intriga, el saber qué, cuándo y por qué, despertaba un interés especial en mí. Quería respuestas a mis preguntas e indagaba junto a mi cabezonería todo aquello cuánto me rondaba en mi devenir.
Era la noche perfecta, todos andaban de fiesta por el barrio de Triana y la Casa de las Columnas quedó desierta por momentos.
Nadie podía verme, tan sólo tenía que asegurarme, hice acopio de lo imprescindible y entonces, levanté la loza del zaguán.
Comencé a bajar la estrecha escalera que me conducía directamente hacia aquella elocuente oscuridad.
Una red de cloacas romanas se abría ante mí, labradas y revestidas con tesón, la perfección siempre les delató.
Se trataba de un espacio oscuro de fascinantes galerías y pasadizos, frío y desierto, ese del que tanto escuché hablar, se interpuso en mi camino, el que estaba dispuesta a explorar, una noche cualquiera.
Tras esquivar una pequeña colonia de murciélagos pude continuar con cautela sobre mis propios pasos.
Una duda constante me asaltaba, la indecisión rondaba cerca, sin saber qué camino escoger, cuál sería la correcta opción, pues muchas de aquellas galerías estaban sepultadas por algún que otro hundimiento, escombros amontonados daban buena prueba de ello.
Mi sentido de la orientación me jugaba malas pasadas, algo un tanto cuestionable ante tanta penumbra, sin embargo, tenía la certeza de estar adentrándome hacia la parte derecha del río.
Mis pesquisas se confirmaron, allí a lo lejos pude apreciar los muros de aquella fortificación medieval, sin duda, se trataba del Castillo de San Jorge, por y para la defensa de la ciudad, tétrico e inquietante, prodigando escalofríos.
Muros que hablaban por sí mismos, llantos y gritos se confundían ante tanto tormento, pareciera llegar a mis oídos resquicios de una sentencia, la misma que dictaminaba los últimos minutos de vida del acusado.
Un demoledor recorrido, llevaba a todos al peor de los desenlaces. Tomaban el Callejón de la Inquisición para cruzar el puente de barcas, el mismo que estaba anclado entre los muros de la propia fortificación.
Sin preámbulos alcanzarían la plaza de la Magdalena, entrelazando con la plaza de San Francisco, para finalmente, acabar en el quemadero del Prado de San Sebastián, cual ceremonia final, un destino escrito.
Una Sevilla secreta, una Sevilla subterránea cobró vida bajo nuestros pies.
La ciudad se comunicaba, cual laberinto.
Quizá un secreto a voces, el mismo que salvó la vida de muchos, complicó la de otros y subestimó al resto…
