Fui a buscarte a los barrios durante las vísperas, porque allí, Dios se acerca a los más humildes. Esos rincones tuyos son también… Tú. Y pude emocionarme ante el estallido de su gente, ellos mismos dicen que viven en un barrio donde hay Semana Santa. ¿No es grande eso, que te sientan incluso más cerca que la Fe que te corona, al menos durante un día?… yo lo sé, se llama… Pasión.
Aprendí que querer a Dios no está reñido con las distancias, ni con callejuelas imposibles, ni con venias al palquillo. El Amor no tiene fronteras por eso ya lo dijo San Agustín… Dios es Amor.
Fui a buscarte de entre callejones olvidados que durante el año aletargan el sueño de una espera que ellos mismo ansían. Iba con la ilusión de la primera vez, con esos nervios que se meten en el estómago, como cuando eras pequeño y dormías lleno de alegría en la noche del 5 de enero. Así me sentía ante la llegada de una nueva Semana de Dios.
Atrás dejé una Cuaresma intensa, inolvidable, donde viví todo con tanto entusiasmo, porque es cuando realmente estás guapa, cuando comienzas esa transformación para tus días grandes. Hasta la luz alarga sus días para verte, porque hasta ella misma no se explica la belleza que brotas de tus eternas primaveras.
Y fui a buscarte por callejuelas imposibles, para que tu paso fuese una metáfora de la vida misma, tu paso fugaz que quedase para mí… por siempre. Adivinaba tu cercanía por tus sonidos y olores. Escuchaba el murmullo de tu pueblo haciéndote suyo.
Yo tan sólo, tenía que esperarte, porque en la espera está la Esperanza. Y tan sólo tenía que sacar mi cámara fotográfica para inmortalizar aquella estampa que me estabas regalando.
Y fui a buscarte en el cansancio de tus costaleros que te traen de los confines de tu figura dibujada en un mapa que cualquiera de nosotros pudiera reconocer con tan sólo verte.
Y te encontraba paseando entre naranjos en deshielo que lloraban su propia pena… la amarga pena de no verte hasta el año que viene. Y perfumaban tu paso. Todo aquello era una miscelánea de olores que me alzaban muy, pero que muy cerquita de ti. Ahora ya supe, desde entonces, que la Gloria misma se podría alcanzar desde tus propias entrañas… Sevilla.
Y fui a buscarte en el Puente de Triana, que adormecido y aún con los ojitos llenos de legañas despertaba de su largo sueño para verte pasar por su alma.
Y te encontraba en la espesura de un parque lleno de blanca luz con blancos nazarenos de inmaculada Paz. Y da igual que fuese de día o de noche, que tu blancura se hacía luz para iluminar nuestras andanzas.
Y me fuiste regalando estampa tras estampa que quedaron por siempre plasmadas en la retina de mi cámara. Son trocitos de tu historia recogidos por un humilde enamorado de todo lo que te rodea, de todo cuanto eres.
Y a todo esto le fuiste poniendo una melodía que acompasara tu pasar, tu andar, tu ir y venir y lo llamaste… música.
Tu música es la marcha que rompe en aplausos cuando te pones caminar, tu música es el silencio y el rachear de los costaleros del Señor, tu música es la saeta cantada desde el balcón.
Con todo ello…
Así fui aprendiendo a quererte. A amarte…
Me has enseñado tanto, en tan poco, que no tendría palabras de agradecimiento, tan sólo me salen arrullos de mansedumbre de este loco enamorado.
En una Semana cabe la Gloria de Dios misma. En tu Semana cabe… Toda una Vida.
Solamente me quedará susurrarte al oído:
¡Sevilla, hazme soñar porque no quiero despertar!