Tras mis últimas reflexiones no me queda otra, los cuadritos de mi pequeña y roída libreta se alinearon con mis pensamientos y todos culminaron la obra a la par.
De aquel no sé al sé o aprendo porque así lo decido yo. Un buen día, aquel buen día, este filósofo mendigo dejó sus penas, sus mínimas posesiones y se agarró a su pensamiento, sus ideales y se tiró a la vida. Se tiró a la independencia del mundo. Un mundo que lo miraba incrédulo, convencido de que daría marcha atrás en cuanto sintiera en su lomo lo duro de vivir, cuando lo realmente duro es vivir según lo establecido, lo medido, bajo las obligaciones del ahora desayuno, ahora almuerzo, ahora trabajo y ahora me enamoro, me caso y tengo los hijos que todos tienen.
Sin hipotecas económicas, materiales y sentimentales me presento convencido a la vida, es que dicen que dura un estribillo y que se te va en el mismo suspiro en el que te la cobras.
Nada de deberle nada a nadie salvo a mí, a quién mejor…
El día que me toque me iré sin dejar carga ni herencia salvo este viejo cuadernillo escrito con palabras que muchos creerán vacías y otros entenderán, si es que alguien llega a leer o todo o incluso algo.
Mi felicidad va más allá de tu iPhone, de tu Mercedes o tu casa en la playa. Yo vivo para ser feliz viendo la caída de una hoja rebelde en Primavera, el cantar de una chicharra en pleno invierno o viendo como el gato le ladra a su amo desee su propia bañera.
Mi felicidad no entiende no entiende de langostas, ni langostinos congelados; de hijos de flequillo a la moda o hoñijas con la falda plisá remangà a la salida del colegio de monjas.
Mi felicidad está en cada una de esas palabras que leo en cualquiera de esos libros que caen en mis manos y cada pasar de página es celebrado como ustedes el gol de ¿Andrés? Iniesta.
El dinero no da la felicidad, la compra tal vez… díganselo a la jovencita que con treinta u pocos años se la ha llevado una puta enfermedad. Díganselo a ella…
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