Llámenme egoísta, si, lo soy, pero tuve que ser fiel a mis principios. Era tal la pasión que sentía por mi profesión, que el hecho de conservar algo intacto era sublime, tan solo contemplarlo era mágico sin más. Que nadie pusiera sus manos ante aquella majestuosa obra de arte, que nadie se atreviera a rozar tanta belleza, pues solo las miradas la podían dañar.
Recelaba de todos y por todos. Mi decisión fue rotunda y clara, fui honesto conmigo mismo, sin lugar a dudas había que ocultarlo, preserva por décadas el mayor de los secretos, una joya del siglo XII a los pies de la Girada, un lugar divino donde purificar alma y espíritu, uno de tantos baños árabes, pero este sin duda era, el Hamman.
Apenas había amanecido y la cuadrilla de albañiles estaban en pleno apogeo. La obra como siempre se alargaría e iban a destajo en un intento de ganar tiempo. De pronto, Andrés, uno de los más veteranos alzó la voz exigiendo parar en seco, sin más. El hallazgo de unas luceras estrelladas un tanto peculiares le escamó. Supo al instante que su trabajo ya había finalizado, tocaba ceder su puesto a Manuel Acebedo, arqueólogo de la casa, solo él sabría que hacer.
A la mañana siguiente, ambos, se presentaron in situ para analizar la situación, una primera toma de contacto. Andrés le especificó el punto exacto donde estaban situadas. Manuel confirmó toda sospecha, su experiencia le decía que la herencia de la cultura almohade estaba ahí, intacta, solo el paso del tiempo había acariciado tal creación. Con calma, había que decidir cual sería el siguiente paso, fue entonces cuando algo estaba por suceder, que solo incumbía a ambos.
El operario Andrés dio un toque fortuito a la pared y fue entonces cual telón que asciende del mejor de los teatros, se dejó ver una gran riqueza ornamental que desprendía historia por doquier, esa que enamora y que atañe a todos. Y Manuel habló entre susurros, totalmente embelesado: las estructura estrellada se asocia con el sol dando paso al vínculo simbólico de su luz. Esa que llaman An-Nur, dueña y señora, responsable del devenir de los días. Es increíble como se distinguen las salas, caliente, templada y fría. Las abluciones, como acto purificador de cara a la oración, hacían de este lugar algo sagrado.
Andrés no daba crédito, escuchando atónito las palabras del maestro. Una mirada cómplice hizo que conectarán. El arqueólogo tomó la iniciativa, el tiempo iba en su contra y había que entregar un informe fehaciente de lo que allí había acontecido. Tras una larga e intensa conversación, ambos estrecharos sus manos, en señal de acuerdo y código de honor.
“De acuerdo al nuevo Reglamento de Intervenciones Arqueológicas 53/4758, tras realizar la inspección sistemática y superficial en la respectiva área del proyecto que me compete, no hay evidencia alguna de las pesquisas infundadas. Por tanto, este expediente consta como cerrado contando con las autorizaciones pertinentes para continuar la obra al tratarse de una zona libre de recursos culturales…”
Andrés, se fue a casa a sabiendas del trabajo bien hecho. Estaba acostumbrado más bien a encontrar singulares tesoros, esta vez, cual contradicción de la vida, lo ocultó. Una pared perfectamente enlucida era buena prueba de ello…
Deja una respuesta